Daniel Ortega, el actual presidente nicaragüense, ha sido un líder importante en el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), que contribuyó a la derrota de la dinastía Somoza, hoy convertido, opinan especialistas, en uno de los tiranos más despiadados en la región. De 79 años de edad, se ha mantenido como presidente 22 años: 17 consecutivos desde 2007 y cinco más en la década de los ochenta, a los que se suman otros seis como integrante de una junta de gobierno. Son muchos años presidenciales para un hombre obsesionado por el poder.
Recientemente, medios de comunicación dieron a conocer nuevas reformas constitucionales en Nicaragua que, de acuerdo con un acucioso observador, estarían “oficializando” un régimen de poder familiar y también preparando el camino para una eventual desaparición del presidente en un futuro cercano por razones de edad o salud. Con la reforma, la presidencia estará integrada por un “copresidente y una copresidenta”, un binomio presidencial, para un periodo de seis años (actualmente son cinco), con reelección indefinida y con el afán de dar continuidad a la dinastía Ortega-Murillo, posiblemente con los hijos en el poder futuro. Podría parecer dramática esa aseveración, pero ha sido el comentario de un acucioso observador. De hecho, el esquema ya opera, aunque hoy Ortega como presidente y su esposa, Rosario Murillo, como vicepresidenta. ¡Vaya Realismo mágico!
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Es obvio que la reforma estará otorgando un poder total al presidente y a la actual vicepresidenta, la cual ha propiciado rechazo de la ONU y de la OEA. El Ejecutivo tendrá la facultad de coordinar a los demás poderes del Estado, como son el legislativo, judicial, electoral, la fiscalía de cuentas y los entes autónomos, entre otros, que de facto ya lo hace.
Se propuso la creación “oficial” de una “policía voluntaria”, que recuerda a las fuerzas paramilitares que se utilizaron en 2018 para reprimir las protestas sociales y que derivó en alrededor de 350 asesinatos, muchos de ellos jóvenes universitarios. También se integra a la Constitución la apatridia, que ya está en uso, aplicable para todos los disidentes, quienes perderán la nacionalidad nicaragüense. Organizaciones han denunciado que alrededor de 400 personas habrían perdido su nacionalidad por cuestiones políticas y expulsadas de Nicaragua, en torno a una política controlada de ingreso y salida del país.
No quedan exentas de las nuevas disposiciones constitucionales la iglesia, sobre todo la católica, y la prensa. Así, se establece que no estará permitido que al amparo de la religión personas u organizaciones puedan realizar actividades que atenten contra el orden público, siendo la iglesia la que se ha pronunciado a favor de los derechos humanos y en contra de la represión. Sacerdotes y obispos han sido encarcelados y expulsados del país.
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La reforma deja en extrema vulnerabilidad a la prensa nicaragüense, ante supuestos cargos de “traición a la patria” y la “difusión de noticias falsas”. La prensa ha sido pulverizada por la represión, encarcelada, obligada al exilio y clausurados medios informativos. Además, a los símbolos patrios será agregada la bandera del FSLN.
Las reformas vienen a “oficializar” en la Constitución el esquema de dictadura que ya prevalece, pero fundamentalmente a consolidar un régimen de familia presidencial. Constituye un intento más de perpetuación en el poder y control absoluto del Estado.
La reforma tiene lugar en un marco del quebranto de la separación de poderes y debilitamiento de las instituciones democráticas; de detenciones arbitrarias y privación de la libertad por motivos políticos; con la intención de reprimir, atemorizar y aterrorizar a la oposición, en un entorno de un estado policial, de suspensión de libertades y derechos fundamentales y la manipulación de la justicia, todo bajo el control presidencial.