La orden ejecutiva firmada por el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, al inicio de su segundo mandato, para decretar una emergencia en la frontera con México, ha encendido las alarmas, ya que anticipa una ola de deportaciones masivas que podría devolver a cientos de miles de mexicanos indocumentados a nuestro país. Al mismo tiempo, la cancelación de citas para migrantes latinoamericanos, que buscaban ingresar a territorio estadunidense, los deja atrapados en una frontera que enfrenta ya una presión histórica.
El impacto no es meramente logístico; su trasfondo es profundamente humano. En un escenario donde cerca de cuatro millones de mexicanos viven en Estados Unidos sin documentos, la promesa de Trump de “cumplir” con las deportaciones masivas pone en jaque no solo los derechos de estas personas, sino también la capacidad de México para recibirlas y reintegrarlas. Aunque la presidenta Claudia Sheinbaum ha dicho que nuestro país está preparado, los hechos sugieren una realidad distinta.
Su gobierno ha implementado estrategias como la política “México te abraza”, que incluye apoyo económico, seguridad social y acceso a programas sociales para los deportados. Además, se ha reforzado la red consular en Estados Unidos, con iniciativas como la ConsulApp para ofrecer asistencia en tiempo real. Sin embargo, esto no parece responder al tamaño de la emergencia.
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Y todo porque México carece de una política integral de recepción e integración migratoria. La mayoría de los albergues en la frontera norte ya están al límite de su capacidad, y muchos estados del país no cuentan con la infraestructura ni los recursos necesarios para atender una eventual crisis humanitaria.
México ha sido, históricamente, un país de tránsito, no de destino. Esto se refleja en la falta de mecanismos claros para regularizar a los migrantes que son deportados o para integrarlos plenamente en nuestra vida económica y social. Esto los expone a mayores riesgos, como la violencia y la corrupción, y debilita el tejido social de las comunidades receptoras.
Por otro lado, el impacto de estas políticas en la relación bilateral no debe subestimarse. La declaratoria de emergencia en la frontera sur y el retorno del programa “Quédate en México” transforman a las ciudades fronterizas mexicanas en cuellos de botella para miles de migrantes en tránsito. Esto genera tensiones en ambos lados de la frontera y exacerba las desigualdades estructurales que han definido históricamente a esta relación. A pesar de los esfuerzos de la presidenta Sheinbaum, las medidas anunciadas por Trump no hacen más que socavar cualquier intento de cooperación.
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En este contexto, la eventual crisis migratoria no es solo una cuestión de gestión política, sino también de visión humanitaria. México tiene la oportunidad de replantear su estrategia y de construir un modelo que priorice la integración en lugar de la contención. Esto implica transformar las estructuras actuales, dotar de recursos adecuados a las instituciones encargadas de atender este fenómeno y, sobre todo, reconocer a los migrantes como actores económicos y sociales valiosos.
La situación invita también a reflexionar sobre la responsabilidad compartida en la región. La migración masiva no surge en el vacío; es consecuencia de desigualdades, violencia y pobreza que afectan a toda América Latina. Para abordar la crisis de manera efectiva, es necesario un enfoque multilateral que integre esfuerzos de los países de origen, tránsito y destino.
Ante esta encrucijada, México debe decidir si será un simple espectador de la crisis que viene o un líder en la construcción de soluciones que realmente transformen la realidad migratoria en la región.