Lo que yo viví

16 de Diciembre de 2024

J. S Zolliker
J. S Zolliker

Lo que yo viví

js zolliker

Llegamos a una mesa técnica, pero muy interesante: impacto del cambio tecnológico en las políticas públicas. Me gustó mucho porque la ponencia se encaminó a la seguridad y respuesta de accidentes automovilísticos y cómo transformar las tragedias en prevención (ahí noté que el auditorio comenzó a llenarse de personas ajenas al tema, vistiendo playeras negras que decían “Press”, con gafetes de prensa acreditada y que se fueron acomodando en los lugares estratégicos).

Todo cobró sentido cuando comenzó la siguiente mesa: “Otras formas de conversar en México”, con Naief Yehya, Jacobo Dayan, Maruan Soto Antaki y Adina Chelminsky, moderada la discusión por Leonardo Curzio. Sobra decir que me encantó la diversidad de los exponentes y que todos estuvieran dispuestos a reunirse, a pesar de sus orígenes, identidades, ideologías y filias tan distintas, pero con un punto en común: construir un puente de diálogo partiendo de que todos aceptaban como una tragedia la muerte de inocentes en la guerra entre Israel y Palestina. El auditorio se llenó en pocos minutos.

Apenas comenzó Dayan a dar su introducción y a comentar que él era árabe y judío y que estaba en contra de la violencia, cuando orquestadamente, gente del público, todos vestidos con sus playeras negras, comenzaron a gritar “genocidas” y “cerdos”, motivo por el cual sacaron a los ponentes de la mesa para que no corrieran riesgos. Yo, como otro don nadie más del público, me quedé.

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Los alaridos del grupúsculo de “Press” sólo eran sofocados por los incesantes ataques de un “egipcio palestino”, sumamente ofendido en su masculinidad herida porque no fue requerido. Además, dijo, era una conspiración a favor del sionismo. Le respondí que aquello no era verdad. Dos de los panelistas no eran sionistas y además, Naief, no era ni judío, sino musulmán druso. Me miró a los ojos con enojo y luego se dio la vuelta y comenzó a reclamar una “ofensa imperdonable contra él y su esposa”.

Ya para entonces, habían levantado una manta y estaban encantados de ser fotografiados por la prensa que los acompañaba desde temprano. Luego, un muchacho muy delgado y tremendamente tembloroso, gritó que había miles de muertos en Palestina. Le dije que sí, que era terrible, pero que en México tenemos más de 200 mil asesinados más otros cientos de miles de desaparecidos y no los vi reventando la plática de ninguno de los representantes del gobierno. Se colocó un cubrebocas y comenzó a gritarme –con mucho nerviosismo–, que los panelistas eran supremacistas blancos. Le contesté que él era más blanco que tres de los expositores y respondió: “Soy más blanco, pero yo no soy supremacista”. Ah, okey.

Aún en buena lid, les mencioné que la Universidad, en su acepción etimológica, viene de buscar un lugar para debatir ideas, contrastar, formar criterios y aprender. Entonces, un hombre y una mujer que bien se notaba que pasaban de los cincuenta años, me dijeron que jamás permitirían eso en una universidad pública. “¿El diálogo se debe dar sólo en academia privada?”, pregunté. “¿Qué ganan con interrumpir e imponerse sobre otros?” Silencio. “¿Son profesores o estudiantes cachirulos?”, les inquirí. Su respuesta, una mentada de madre.

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El egipcio palestino comenzó a decirme que era una “cerda” una de las ponentes, porque en Twitter, le había dicho a su esposa (mexicana pero vestida con una hiyab) que le hacía falta sexo con su marido. Ahí sí, me ganó el humor. “¿Y usted muy macho nos viene a demostrar a todos que sí tiene relaciones con su esposa? ¿Quieren subirse al estrado? ¡Se los preparamos!”. Aquél me quiso enseñar las fotos de sus hijos para demostrarme que alguna vez tuvieron sexo. Me ganó la carcajada. Luego, alguien de seguridad me dijo que era imposible dialogar con la pared y que si mejor me escoltaba a la salida porque se estaban poniendo violentos

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