La discusión en el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación para resolver la acción de inconstitucionalidad presentada contra la reforma al Poder Judicial se proyectaba por algunos como una que tendría efectos devastadores para México. Se decía que, en caso de declararse la inconstitucionalidad de la reforma, se generaría una crisis constitucional sin precedentes: por un lado, se anticipaba un probable incumplimiento del Ejecutivo y del Legislativo y, en consecuencia, que la Corte echaría a andar los mecanismos legales para garantizar el cumplimiento de este tipo de resoluciones (que incluyen medidas como la destitución del cargo); por el otro, se vislumbraba una potencial respuesta contundente del oficialismo, con juicio político incluido contra los Ministros. En el fondo, incluso se decía que habría dos Constituciones: la aplicada por el oficialismo y la reconocida implícitamente por el eventual fallo de la Suprema Corte. Al final, con la decisión de sobreseimiento, muchos se sintieron aliviados porque se había evitado el choque de trenes.
¿Debiésemos sentirnos aliviados? En mi opinión, tal alivio está totalmente injustificado. Se pierde de vista que, desde que se incumplieron las suspensiones de amparo que, de una u otra forma, ordenan detener el proceso extraordinario de elección de juzgadores para 2025, nos encontramos en un escenario que, si bien es menos visible, es aún más delicado. Se trata de una situación donde las autoridades, unilateralmente, comienzan a incumplir medidas cautelares dictadas por jueces del orden constitucional bajo el argumento de que estos no tienen facultades para dictarlas.
Lo grave del asunto radica en el potencial efecto en cascada. Que autoridades de la más alta jerarquía del orden federal decidan no acatar suspensiones dictadas en un juicio de amparo, mandan un mensaje claro a otras autoridades federales, locales y municipales: si, a su leal saber y entender, la resolución judicial es “ilegítima”, pueden incumplirla. Con ello, el riesgo es que, en los siguientes meses, comencemos a observar nuevos desacatos, no solo en el contexto de impugnaciones de reformas a la Constitución, sino también en el de amparos promovidos contra leyes secundarias, reglamentos y otros actos administrativos graves (como actos que ponen en riesgo la vida o la libertad personal, incorporación forzosa a las fuerzas armadas, desaparición forzada, destierro, extradición, confiscaciones, azotes, marcas o multas excesivas), en sí mismos inconstitucionales (como órdenes verbales y cobros de contribuciones sin fundamentación ni motivación) o de cualquier naturaleza (como multas, medidas de apremio, clausuras, inhabilitaciones y medidas de seguridad).
A mi manera de ver las cosas, un fenómeno generalizado como el apuntado le daría el tiro de gracia a nuestro Estado Constitucional de Derecho. El juicio de amparo es el mecanismo último para la defensa de nuestros derechos humanos frente a la arbitrariedad del poder público y, por ello, dejar que el cumplimiento de un fallo protector o de una suspensión dependa de la voluntad política de quien violó esos derechos es decirle al gobernado que, más que lo que diga la ley o una orden judicial, lo importante es lo que piense aquel que manda más. De verificarse esto, más que en una crisis constitucional, México estaría sumido en la Ley de la selva.
* Esta columna se hace en colaboración con María José Fernández Núñez