En un sistema democrático, todas las voces cuentan, incluso las de aquellos que votaron por una opción distinta a la que escogió la mayoría. Sin embargo, la forma de desenvolverse de quienes integran el grupo que disiente del poder varía dependiendo de su fuerza e inteligencia, así como de la que poseen sus oponentes. Hoy nos encontramos en una posición sin precedentes, no por la existencia de un grupo abrumadoramente mayoritario, sino por la manera en que este conduce el debate y las reformas, colocándonos al borde de una crisis constitucional en la que ni los ciudadanos ni las voces disidentes del oficialismo parecen tener peso.
Imaginemos una película en la que el bueno siempre gana y el malo siempre pierde. Comparemos esto con nuestra realidad política: ¿quién es el bueno y quién es el malo? Si le preguntáramos a un ciudadano que sigue fielmente las conferencias matutinas y cree en lo que en ellas se dice, respondería que los buenos son el “pueblo sabio” y los malos, los “neoliberales rapaces”. Bajo esta lógica, quienes defienden conceptos como “soberanía”, “justicia social” y “comunitario” se identifican con ese “pueblo bueno y sabio”, mientras que aquellos que defienden “la iniciativa privada”, “la división de poderes” (ya catalogados de corruptos) y “los límites al poder” se convierten en “neoliberales” que se oponen al combate contra la corrupción y buscan proteger los privilegios de unos pocos.
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La película es simple: el bueno, que defiende la soberanía nacional con patriotismo frente a los intereses de capitalistas extranjeros, siempre gana (no porque tenga razón, sino porque tiene los números); mientras que el neoliberal, que defiende la libertad de empresa, que permite a las personas trabajar y construir un patrimonio con su esfuerzo, siempre pierde, ya que la ciudadanía percibe que la riqueza prometida, basada en una cultura del esfuerzo, nunca se materializará, salvo para los “empresarios influyentes” que se enriquecen a costa del “pueblo bueno”.
Bajo esta premisa, la oposición siempre perderá tanto en las votaciones como en el debate, lo que contribuye a legitimar las decisiones que se toman desde el poder. Ahora bien, ¿cómo se puede revertir esta situación? Desmontando la narrativa oficial y haciendo que el costo de sus palabras y actos recaiga en quienes siguen culpando a administraciones anteriores por la violencia que se vive hoy. Aprovechando que los políticos en el poder recurren a un discurso lleno de lugares comunes, como “no mentir, no robar y no traicionar” o “por el bien de todos, primero los pobres”, se podría empezar a difuminar la línea entre el “pueblo bueno” y la “minoría rapaz”.
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Tal vez, si la oposición hace suyas estas banderas, al oficialismo le resultaría más costoso desconocer al Poder Judicial. La gran ventaja que tiene una oposición así es que todo lo que ocurra es responsabilidad del oficialismo, y la gran ventaja del oficialismo es que todo lo puede legitimar en función de la reacción de la “oposición neoliberal y rapaz”. Veamos quién utiliza mejor la situación del otro para triunfar en el debate, aunque no en las votaciones: si el “pueblo/oficialismo” o la “oposición/neoliberal”.