Dicen que las grandes figuras se van de tres en tres. Si bien, esta semana fueron dos las leyendas mexicanas que partieron, no dejan de llamar la atención los paralelismos en sus trayectorias. Paquita la del Barrio y Tongolele no podrían parecer más distintas, pero ambas lograron lo mismo: marcar generaciones y dar voz a sectores de la sociedad que rara vez eran escuchados. Con sus muertes, la cultura mexicana pierde dos íconos que, cada una a su manera, desafiaron las reglas del juego.
Paquita fue la rabia de las mujeres que nunca pudieron gritarle a un hombre infiel. Desde los bares hasta los palenques, su voz resonaba con la furia del despecho, pero también con la certeza de que la humillación podía convertirse en poder.
Con títulos como Rata de dos patas y Me saludas a la tuya, convirtió el insulto en arte, en catarsis y en una respuesta a un machismo que no le pedía permiso a nadie para existir. Por ello, más allá de gustos y técnicas, su impacto fue innegable: aunque muchos intentaron encasillarla, la veracruzana se convirtió en portavoz de sectores que normalmente no tenían un micrófono.
En un universo completamente distinto, estaba Tongolele. Mientras Paquita le cantaba a la tragedia del amor, Yolanda Montes –la Diosa Pantera– celebraba el poder del cuerpo y la sensualidad. En los años cuarenta y cincuenta, su imagen causó revuelo, desafiando una sociedad que veía la sexualidad femenina con recelo. Con su mechón platinado y su danza hipnótica, impuso un estilo que escandalizaba a unos y liberaba a otros. Si Paquita encarnaba la voz de las mujeres traicionadas, Tongolele representaba la posibilidad de apropiarse de su propia imagen y deseo. Su figura, ligada al cine de rumberas y al cabaret, sigue siendo una referencia de lo que significa ser transgresora en el entretenimiento.
Sin embargo, ambas tuvieron su cuota de controversia. Paquita, nacida en el barrio y con una educación marcada por el conservadurismo, hizo una serie de desafortunadas declaraciones sobre la adopción homoparental. La reacción fue inmediata. Pero, a diferencia de otros personajes públicos que se atrincheran en su ignorancia, Paquita hizo algo poco común: reconoció su error, se disculpó y admitió que aún tenía mucho que aprender. Este acto, aunque insuficiente para borrar su equivocación, reflejó la posibilidad de cambiar, de evolucionar y de reconocer que, aunque nuestras raíces marquen nuestra perspectiva, siempre hay espacio para el crecimiento.
Oriunda de Estados Unidos, Tongolele, por su parte, vivió en un tiempo donde la mujer que se atrevía a desafiar las normas era vista con desdén. La crítica la tildó de vulgar, la moral conservadora la rechazó y, sin embargo, se mantuvo firme en su carrera. Sus bailes y presencia en el cine en géneros a menudo menospreciados, no solo consolidaron su legado, sino que también la convirtieron en una figura de culto. Como muchas mujeres que se adelantaron a su época, fue incomprendida en su momento, pero su huella es imborrable.
Ahora que ambas han partido, vale la pena preguntarse qué queda de su legado. Quizá la verdadera lección de sus trayectorias es que la cultura popular no necesita de perfección, sino de autenticidad. Paquita y Tongolele fueron producto de su tiempo, con luces y sombras, pero siempre genuinas. No buscaron encajar en discursos prediseñados ni ajustarse a lo políticamente correcto. Simplemente fueron. Y en una época donde la imagen pública se maneja con bisturí, donde la espontaneidad es un lujo y la corrección política es una trampa, su legado se siente más necesario que nunca.
Con su partida, se apagan dos voces del barrio. La pregunta es quiénes tomarán la estafeta para seguir cantando y bailando con la misma irreverencia que los sectores populares demandan.