El martes 5 de noviembre de 2024 fue un día histórico para México en el que se resolvieron dos coyunturas que afectarán nuestro futuro. Lejos de brindar respuestas a los problemas actuales, estos acontecimientos generan más incertidumbre y escenarios en los que quedamos a merced de quienes ejercen el poder, al tiempo que contamos con menos mecanismos institucionales para limitar esas voluntades.
Me refiero, por supuesto, a la reforma del poder judicial, por un lado, y a la reelección del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, por el otro.
En cuanto a la reforma que modifica los mecanismos para integrar el poder judicial, se ha dicho mucho; sin embargo, es claro que quienes sean electos como jueces, magistrados o ministros no representarán contrapesos para quienes los propongan.
Además de la falta de un intérprete constitucional independiente, se percibe que la administración de la justicia cotidiana tendrá más que ver con la administración de intereses (legítimos o no) que con la justicia misma. Debido a la dependencia del electorado y de quien designa a los candidatos, es difícil que exista un incentivo para tomar decisiones conforme a derecho si estas son inconvenientes o impopulares.
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Por otro lado, frente al conjunto de reformas constitucionales que reconfiguran el Estado Mexicano y sectores como el energético, está la reelección de Donald Trump, quien llegó al poder con la promesa de reducir impuestos, aumentar la cantidad de empleos y endurecer la política migratoria. Cada una de estas promesas implica una polémica independiente con México que afectará la renegociación del T-MEC programada para 2026.
El aumento de empleos que promete Trump implica incentivar la producción de bienes de consumo en Estados Unidos, sustituyendo las importaciones. La forma más clara de lograr esto es aumentando los aranceles de productos fabricados fuera del país, lo que a su vez compensaría la disminución en la recaudación causada por la reducción de impuestos. Mientras esto sucede, el gobierno aseguraría, a través de una política migratoria restrictiva, que los empleos generados por las empresas que trasladen sus fábricas a territorio estadounidense no sean ocupados por inmigrantes.
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Así, para cumplir sus tres promesas, Trump plantea un rediseño de las relaciones bilaterales con México que tiene el potencial de afectar fuertemente nuestra economía, ya que el 80% de las exportaciones mexicanas se dirigen a ese país. Además, podría presentarse una disminución en la cantidad de remesas que envían nuestros compatriotas desde Estados Unidos.
Sabemos que, si se concretan los planes del presidente recién reelecto, los mexicanos estaremos a merced de la capacidad de las empresas extranjeras de movilizar sus plantas y fábricas fuera de México, lo que reduciría la inversión extranjera directa y destruiría la posibilidad de aprovechar el nearshoring.
Ante este escenario, los argumentos que podremos esgrimir serán débiles, ya que el pacto que querríamos mantener (el T-MEC) es el mismo que nos impide integrar el mercado energético conforme a los intereses de una empresa estatal o eliminar los Organismos Constitucionales Autónomos que garantizan la transparencia y los derechos humanos.
Por lo tanto, para evitar consecuencias desastrosas, solo quedará la voluntad de quienes detentan el poder.