1ER. TIEMPO: El advenimiento de Trump. La forma como se ha estado describiendo a Donald Trump desde que ganó las elecciones presidenciales de Estados Unidos en noviembre es como un empresario-político recargado, al que denominan Trump 2.0. Eso no dice mucho, pero este segundo periodo de Trump es completamente diferente al que llegó a gobernar en 2016. De entrada, en aquel año Trump nunca pensó que iba a ganarle a Hillary Clinton, y ahora se preparó para derrotar a Joe Biden y a Kamala Harris, sabiendo qué haría tras su victoria. En 2016 era un Trump que quería aislar y encerrar en sí mismo a Estados Unidos, y hoy es una figura poderosa que quiere restablecer la Doctrina Monroe bajo una lógica de expansionismo transpanamericano. Hace ocho años armó un gabinete moderado en lo general que lo contenía, como cuando frenaron su firma para sacar a Estados Unidos del acuerdo comercial norteamericano o que enviara tropas a perseguir a narcotraficantes en territorio mexicano. Antes no había un movimiento radical detrás de él, y ahora su extremismo tiene mandato popular. El Trump 2.0 comenzó a gobernar antes de ser presidente y a mover bruscamente las piezas del tablero geopolítico mundial antes de tener el poder. El ejemplo más claro es que, después de haber declarado que, si el grupo fundamentalista palestino Hamás no regresaba a los rehenes en su poder desde hace dos octubres para cuando estuviera despachando en la Oficina Oval, “se desataría el infierno” sobre esa organización. Una semana después, tras 14 meses de guerra con Israel y casi un año de negociaciones con ese país, Qatar, Estados Unidos y Egipto, Hamás aceptó un cese al fuego y comenzó a liberar a los rehenes. Diplomacia sin cañoneras no es diplomacia, y Trump ya las sacó, de palabra por ahora, pero suficiente. Su resurrección política cambió la forma como se le ve ahora. Vladímir Putin, el autócrata ruso que desafió a Europa y a Estados Unidos invadiendo Ucrania, se dice listo para platicar con Trump en el momento que quiera. Los gobiernos europeos, que se mofaron de él hace cinco años cuando dijo que quería anexar Groenlandia, ahora que lo repitió no lo tomaron a la ligera. El ministro del exterior francés, Jean-Noël Barrot, dijo que no creía que Estados Unidos invadiría Groenlandia, pero afirmó que estamos entrando a una era donde ve el regreso de los tiempos de la sobrevivencia de los más fuertes, y que Europa debe despertar y recuperar su fortaleza. Trump ve en Groenlandia un punto estratégico clave para el control de las rutas marítimas por el Ártico, las viejas y las nuevas que se han creado porque el calentamiento global ha licuado lo que antes eran masas de hielo. En su interés de dominio sobre Canadá, un muro contra Rusia; y en el Canal de Panamá, que amenaza con tomar por la fuerza, un dique para el expansionismo chino en América Latina. A México también lo ve, pero de otra forma.
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2DO. TIEMPO: El origen de su rencor. Cuando Donald Trump habló de renombrar el Golfo de México como el Golfo de América, o sea, de Estados Unidos, aquí se tomó a guasa. Pero el mismo día que lo dijo, también mencionó que quería que Canadá fuera el estado 52 de la Unión Americana. Las dos ideas están más conectadas de lo que parece. Su expansionismo hacia Canadá lo hizo hablando con una nación que considera interlocutora —socios ambos de los exclusivos clubes militar y económico de la OTAN y del G-7—, mientras que a México no se atrevió a sugerir de manera más o menos formal tal incorporación. Trump no nos quiere; nos desprecia, nos ve como, lo ha dicho, un país gobernado por narcotraficantes y exportador de criminales a su país. En Trump suele haber muchas veces experiencias personales que inciden en las políticas, como es el caso de México, con quien guarda un viejo agravio que nació en Rosarito, cerca de Tijuana, rumbo a Ensenada, donde hay un edificio en obra gris y abandonado. Es el Trump Ocean Resort Baja, un condominio de lujo con albercas y canchas de tenis de 50 millones de dólares de la empresa inmobiliaria de Trump y la compañía Irongate. Él no le había invertido mucho dinero, pero cobró por prestar su franquicia a cambio de dividendos. Su socio, sin embargo, defraudó a los estadounidenses que habían adquirido sus departamentos y 190 de los compradores los demandaron en 2008. Fue un largo pleito legal que perdió. Sus abogados pelearon en los tribunales mexicanos donde los jueces les pidieron para fallar a favor su para no pagar una multa de 7.5 millones de dólares, una comisión. La respuesta fue una demanda contra los jueces, que murió de frío en el escritorio del entonces presidente de la Suprema Corte, Guillermo Ortiz Mayagoitia. Fue el primer encuentro de Trump con la justicia mexicana. El magnate neoyorquino quiso entrar a los casinos, y cuando no pudo en Baja California intentó en Quintana Roo. La punta de lanza para ese nuevo proyecto era Punta Arrecifes Resorts, localizado en Cozumel. Con todo listo, en 2012, la Profepa cambió el estatus del terreno donde se levantaría la obra y la decretó como un área natural protegida. Se volvió a ir a tribunales y envió a sus hijos a resolver el tema con el Poder Judicial. En esa ocasión, para resolver a su favor, les pidieron 10 millones de dólares. Trump volvió a explotar cuando finalmente en 2014 entendió que por la vía legal nunca arreglaría sus problemas con México. El dinero se esfumaría. Lo único que le quedaba era desprestigiar a México, a los mexicanos, a sus autoridades y a todo lo que fuera tricolor. La venganza sería pública, mediática. La corrupción y un país donde la ley no se respeta, sería uno de sus motores de su lucha política.
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3ER. TIEMPO: México, en el blanco. Los odios no son de generación espontánea ni son hereditarios. Pueden llegar por varias vías, como el despecho, una diferencia que escala de la razón a la pasión o por un coraje descontrolado. No hay tiempo de maduración y depende en buena medida de cómo lo procesa quien va a odiar. En el caso del odio de Donald Trump contra México, su maduración fue de un año, desde mayo de 2014 cuando en un discurso en el Club Nacional de Prensa en Washington, cubrió de elogios a México por su desarrollo y capacidad para producir bienes de consumo, anticipando que se convertiría en “la nueva China”. El 16 de junio de 2015 en la Trump Tower en la Quinta Avenida en Nueva York, su discurso fue totalmente opuesto al anunciar su candidatura a la Presidencia. China, Japón y México se convirtieron en los enemigos de la economía de Estados Unidos, y la frontera sur, se volvió en el paso de criminales. “¿Cuándo hemos derrotado a México en la frontera?”, preguntó Trump. “Se están riendo de nosotros, de nuestra estupidez. Ahora también nos están derrotando económicamente. No son nuestros amigos, créanme. Cuando nos envían a su gente no nos envían a los mejores. Nos mandan a los que tienen muchos problemas. Traen drogas, el crimen, son violadores”. El discurso nunca cambiaría. México se convirtió en dos elecciones presidenciales en el eje de un discurso de odio que atrajo a millones de estadounidenses, incluido un creciente número de mexicanos con residencia y ciudadanía en ese país, a votar por él. Trump fue agresivo y grosero. Le llegó a calentar la sangre al timorato y cobarde presidente Enrique Peña Nieto, quien en una entrevista por televisión lo comparó con Adolfo Hitler y Benito Mussolini. Cuando llegó Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia, un espejo en su populismo y carisma, abandonó rápido todas sus bravuconadas cuando lo llamaba racista, xenófobo y promotor de amenazas vulgares, para que al primer golpe de mano sobre la mesa —la amenaza de imponer aranceles si no frenaba la migración—, se calló e hizo lo que quiso. Fue fácil doblarlos, como obscenamente se refirió Trump a lo que logró en minutos con el gobierno mexicano, que en las últimas semanas ha seguido el manual de cómo tratar a los presidentes mexicanos para que se agachen, esperando que la presidenta Claudia Sheinbaum, siga los pasos de sus antecesores. En la resurrección de Trump, esto es algo que veremos si se repite.