En la era de la inteligencia artificial parecería que todas las respuestas están al alcance de un clic, como fruta madura, como una manzana, un mango o un limón en los países tropicales, como libros abiertos en una biblioteca esperando ser leídos. Pero quizás estemos equivocándonos de enfoque. No se trata de acumular respuestas, sino de aprender a formular las preguntas correctas. ¿De qué sirve tener todas las llaves si nadie se pregunta cuál es la puerta?
He pasado una semana leyendo todo tipo de preguntas que usuarios de X hacen a la inteligencia artificial (IA). Algunas tan curiosas como: “Quién ganaría en un duelo de albures: ¿La inteligencia artificial o un tianguero mexicano?”, a lo que la IA respondió que el tianguero, porque, aunque la IA es más rápida, ellos tienen un doctorado en doble sentido callejero. También me encontré preguntas como: “¿Cuándo va a llover dinero en México en lugar de promesas?” o “¿Por qué los políticos no usan IA para gobernar?”. Incluso hubo un presidente de un país centroamericano que le preguntó a la IA quién era el líder mundial más popular. Para su desagrado, la respuesta no fue él, sino una presidenta.
Sócrates preguntaba todo. Preguntaba como quien le gusta provocar al otro, como quien incendia la noche, como quien lanza una pregunta y esconde la mano. No entregaba respuestas, hacía que el otro las buscara, las encontrara, como un descubrimiento de esfuerzo intelectual. Su oficio no era la certeza, sino estar en el filo de la duda. Con su mayéutica, convirtió el arte de preguntar en una brújula hacia el conocimiento, en una guía para abrir las puertas, candados, acertijos, cajas fuertes y dudas existenciales, porque sabía que la verdad no se impone, se descubre en el eco de una buena pregunta. Lanzar cientos de dudas al mar y esperar pacientemente las respuestas de las olas.
Por eso, el reto no es responder, cualquiera con acceso a internet, la curiosidad o el ocio suficiente, puede hacerlo. El secreto estará en formular la pregunta que aún no existe, el ángulo que nadie vio, la sencillez de lo que nos da vueltas en la cabeza. Pensar lo que aún no ha sido pensado o lo que ha sido pensado demasiado. Pulir la incertidumbre, afilar el asombro, destilar las dudas hasta dejarlas transparentes, como un aguardiente de buena bodega y degustarlo en tragos pequeños. Refinar los arranques impulsivos, contar hasta diez, respirar profundo y sumergirse en la duda como quien se echa un clavado en un pozo sin fondo. Y entonces, sólo entonces, preguntar.
Si Sócrates viajara en el tiempo y estuviera hoy aquí, además de estar asombrado y fascinado tras un teclado, probablemente respondería con otra pregunta, porque, al final, ¿qué es más peligroso? ¿No tener respuestas o no saber qué preguntar?
Algunos dicen que a todos aquellos que presumían ser sabelotodo, se les ha caído el circo, la pantalla y la cara de soberbia. Hoy, el mundo de lo sabelotodo está a nuestro alcance también.
La carrera ya no será por encontrar respuestas, esas siempre estarán ahí, esperando un clic, sino por descubrir la pregunta que realmente importa, la pregunta correcta.