La historia no se repite, pero rima. Múltiples ejemplos a lo largo del tiempo nos muestran líderes, grupos y países que dieron por hecho su victoria antes de tiempo y, al dormirse en sus laureles, sufrieron inesperadas derrotas.
Hoy la batalla por los derechos humanos parece dirigirse a escribir otro de estos capítulos. Conquistas culturales, constitucionales y sociales, como el derecho al aborto, la igualdad de género y los derechos de la diversidad sexual, parecen estar sostenidas por pilares cada vez más endebles y frágiles.
Una vez más, la realidad nos recuerda la vulnerabilidad de los avances sociales. En todo el mundo, movimientos de extrema derecha se fortalecen con narrativas basadas en la superioridad racial, de género o económica, amenazando los principios básicos de igualdad y justicia.
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A ello se suma lo que muchas voces críticas han expuesto sobre la soberbia de algunos exponentes de los derechos humanos, cuya supuesta superioridad moral ha dificultado el diálogo con sectores amplios de la sociedad.
Sin puntos medios ni espacios para la discrepancia, se utilizó el silencio como herramienta de adoctrinamiento. Ante dudas o cuestionamientos, la respuesta fue la burla o la humillación pública. Una estrategia que recuerda a las tácticas de la derecha extrema del siglo XX.
La cultura de los derechos humanos no puede construirse desde la imposición. Requiere espacios de diálogo abiertos a la discrepancia. Es fundamental distinguir entre una derecha responsable, que puede contribuir al debate, y una extrema, que amenaza la democracia y la inclusión.
La construcción de espacios públicos y causas comunes es un proceso vivo, que requiere un esfuerzo constante y colectivo. Para retomar el camino, es necesario reflexionar sobre los errores cometidos. Sin autocrítica, estamos al borde de otra inesperada derrota.
