El capitalismo de compadres es la gran trampa del liberalismo mal entendido. A simple vista, parece un sistema que defiende la libre empresa y la propiedad privada, pero en realidad socava los principios fundamentales del mercado al favorecer a unos pocos en detrimento de la competencia y la igualdad ante la ley. Confundir lo proempresa con lo promercado no solo erosiona la confianza en el sistema, sino que perpetúa una estructura de privilegios que atenta contra la esencia de una sociedad verdaderamente libre. Es fundamental que quienes defienden el liberalismo comprendan esta diferencia para evitar caer en la defensa de un modelo que, lejos de fomentar el crecimiento y la innovación, perpetúa la desigualdad y el estancamiento.
El capitalismo de compadres se ha consolidado gracias a la creación de un aparato legal y simbólico que refuerza su posición dominante. A través de la regulación hecha a la medida, la cooptación del discurso público y la criminalización selectiva de prácticas comunes, las élites económicas han logrado convertir sus intereses en la norma, mientras marginan a quienes desafían su monopolio. Prácticas como el contrabando o la evasión fiscal, cuando son realizadas por actores emergentes, se condenan con dureza; sin embargo, cuando benefician a grandes corporaciones, son justificadas como estrategias de optimización financiera. No es que unas sean inherentemente más éticas que otras, sino que la narrativa dominante define quiénes son los delincuentes y quiénes los visionarios.
Este fenómeno se agudiza en una región donde las estructuras legales han sido diseñadas para favorecer a grupos de poder que han prosperado a la sombra del Estado. Como advirtió Foucault, las normas no son neutrales; son dispositivos estratégicos que establecen lo “normal” y lo “anómalo” según los intereses de quienes las crean. Pierre Bourdieu complementa esta visión al señalar que el “capital simbólico” de las élites permite legitimar su dominio y presentar sus privilegios como naturales e incuestionables. En este escenario, la legalidad se convierte en una herramienta de exclusión en lugar de ser un mecanismo de garantía para la justicia y la equidad.
James C. Scott refuerza esta crítica al demostrar que muchas estructuras informales surgen como formas de resistencia ante un sistema excluyente. En muchos casos, los actores informales han llenado vacíos que ni el Estado ni las élites han querido asumir, generando un tipo de redistribución de recursos en zonas marginadas. No se trata de glorificar la informalidad o la ilegalidad, sino de reconocer que la construcción de normas responde a intereses específicos y no necesariamente a principios universales de justicia. En este juego desigual, la legalidad no es sinónimo de equidad, sino de perpetuación del privilegio.
La verdadera amenaza para el liberalismo no proviene de la competencia desleal o del mercado negro, sino de la distorsión del sistema por parte de quienes buscan consolidar su poder económico a través de la influencia política. Mientras las reglas sigan diseñadas para beneficiar a unos cuantos, el libre mercado seguirá siendo una ilusión. Por eso, es imperativo recuperar la esencia del liberalismo: un sistema basado en la competencia real, la igualdad ante la ley y la libertad de innovar sin depender de favores estatales. Como bien lo dijo Ludwig von Mises, la defensa de la libre competencia no es por los ricos de hoy, sino por la libertad de los emprendedores del mañana. Es momento de rescatar esa promesa.