En apariencia menor por el desdibujamiento inducido de la institución a lo largo de los últimos seis años, pero la renovación de la dirigencia de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos será otro momento importante de la presidenta Claudia Sheinbaum para fijar posición, manifestar su estilo personal de gobernar y también marcar su territorio. Sólo existen dos opciones: la reelección de Rosario Piedra Ibarra a pesar de la catastrófica gestión que ha tenido al convertir a la institución en el hazmerreír de la lucha a favor de los derechos fundamentales, o la llegada de una nueva figura al cargo que ventile la comisión y, aunque sea sólo por renovación, despierte la esperanza en la recuperación de una política institucional de defensa de las libertades individuales, literalmente perdida al inicio del sexenio anterior.
La continuidad nunca podrá ser mala cuando el camino es el adecuado y se trata de consolidar avances, pero el caso de Rosario Piedra, una persona que vive del presupuesto y del nombre de su madre, no existe ningún avance por consolidar. Al contrario, lo que hay es la destrucción de una cultura y una ética pública de los Derechos Humanos que, si bien era perfectible, representaba un avance inobjetable frente a la costumbre de la negación de los años 60, 70 y 80, con ejemplos tan emblemáticos como el caso Rosendo Radilla.
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Esa subcultura del abuso y el exceso parece haber regresado cuando se escucha la campaña institucional de falsa mejora, sustentada sólo en números vacíos al estilo neoliberal, con que Rosario Piedra pretende apuntalar su proyecto de reelección. La renovación es un fenómeno natural, siempre sano y en ocasiones como esta, indispensable y prácticamente obligado por la conveniencia y necesidad de rescatar a toda una institución y lo que ella representa.
La decisión, como muchas otras, está en manos de la mayoría parlamentaria de Morena y sus aliados en el Senado de la República. Ahí los legisladores votarán en función de la señal que les envíe la presidenta Sheinbaum. Lo mejor del caso para ella es que no necesita aceptar ni promover a un perfil hostil a su gestión, pues nadie espera ni demanda que se dé un tiro en el pie, ni que se abra un frente innecesario. Una personalidad con prestigio en la materia, con la que pueda establecer comunicación institucional y colaboración real en beneficio de los Derechos Humanos, es más que suficiente para rescatar la CNDH del oscuro lugar donde la colocó Rosario Piedra Ibarra.
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Sin restar importancia a la recuperación institucional, en esta coyuntura de definiciones y consolidación del nuevo ciclo sexenal, lo más importante en el corto plazo será la señal de afirmación del control político y definición del rumbo que se enviaría con una verdadera renovación en la cúpula de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
Ya en funciones como presidenta, Claudia Sheinbaum ha insistido en que la reelección es una figura que le parece inadecuada y ha tomado medidas para impulsar reformas que la excluyan de los cargos de elección popular. La Presidencia de la CNDH se define por votación de los senadores, eso la convierte en un cargo de elección popular por vía indirecta, pues quienes lo votan fueron electos por sufragio universal.
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Si la reelección es mala para los representantes populares, no puede ser buena para el o la defensora de los derechos humanos; menos para una que ha hecho el ridículo a lo largo de seis años. La presidenta no tiene por qué cargar con la herencia de desprestigio e ineficiencia que representa darle continuidad a la gestión de Rosario Piedra.
Distanciarse de ella es, además de una forma de rescatar el discurso de los Derechos Humanos, una vía ideal en este momento, de reafirmar su autoridad, pues la mayoría morenista en el Senado, actuará de acuerdo a la señal que ella envíe.