La herencia

4 de Diciembre de 2024

Omar Hurtado
Omar Hurtado

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Omar Hurtado Ok

La nueva presidente, Claudia Sheinbaum, ha comenzado su sexenio entrampada en una realidad que no tiene una solución inmediata y mucho menos es posible abatirla, ante el potencial criminal que predomina en México.

Basta mirar cualquier medio de información para encontrar violentos sucesos relacionados con el crimen organizado, en casi cualquier rincón del país. No obstante, muchos no han estado dispuestos a reconocer la amarga situación del país en materia de seguridad y el afianzamiento que el crimen organizado alcanzó en la presidencia de Manuel López Obrador, en función de una estrategia inexistente para combatirlo, de “abrazos y no balazos”, de permisos para delinquir y complicidades a los más altos niveles políticos.

Recientemente la prensa dio a conocer el asesinato del sacerdote tzotzil, Marcelo Pérez Pérez, activista social, ultimado por sicarios en San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Frecuentemente había denunciado la violencia que impera en ese Estado. Pero este es un acontecimiento más en una larga lista de hechos.

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Se suman los sorprendentes arrestos en Estados Unidos de Ismael “el Mayo” Zambada y Joaquín Guzmán López, por su trascendencia política. A pesar de que el gobierno mexicano ha solicitado información a su contraparte estadounidense sobre estos arrestos, ha habido un silencio sepulcral, lo que muestra la lejana cooperación, confianza y colaboración que prevalece en el tema en ambos países. Es claro que la inteligencia no se comparte cuando no existen estas variables. Entre tanto, se ha desatado una violenta confrontación en Sinaloa entre los grupos fragmentados del cártel de ese Estado.

Por si faltaran temas en la agenda de seguridad, recién un juez federal de Estados Unidos dictó una sentencia de 38 años de prisión al exsecretario de seguridad, Genaro García Luna, por sus vínculos con el crimen organizado. Estos temas llegan en un momento crítico en la relación de seguridad entre México y Estados Unidos y una nueva presidencia mexicana.

A tal grado ha llegado la barbarie, que los medios de comunicación dieron amplia cobertura al asesinato y decapitación del exalcalde de Chilpancingo, Guerrero, Alejandro Arcos, a pocos días de asumir su cargo. Días antes, también un comando de sicarios asesinó a Ulises Hernández, a quien Arcos lo había nombrado jefe de seguridad pública. Asimismo, en días pasados la diputada suplente priista y lideresa de comerciantes informales, de barrios bravos como Tepito, La Lagunilla o la Merced, fue baleada por sicarios en el Centro Histórico de la Ciudad de México, situación que interpela el discurso oficial sobre el descenso de la violencia. El sexenio de López Obrador cerró con alrededor 200 mil homicidios dolosos.

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A la vez, cientos de personas son desplazadas por el crimen organizado, como en el Estado de Chiapas, donde los cárteles CJNG y Sinaloa disputan territorios, cuyos desplazamientos ocurren en comunidades muy vulnerables, con huidas desesperadas, incluso, hacia el país vecino de Guatemala, las cuales son atacadas con drones y utilizadas como escudos humanos.

Es evidente que el esquema descrito es trágico y de solución compleja, pero no es posible postergar una respuesta. El momento podría ser propicio para la nueva presidencia para una reflexión crítica y ponderada y contrarrestar el potencial de este flagelo, sin prejuicios ideológicos o políticos como ha sido recurrente, más allá del discurso vacío del sexenio pasado, de no combatir al crimen. Obvio, ante esa situación el crimen se fortaleció con la captura de instituciones judiciales y de seguridad, garantizando su seguridad e impunidad. No sólo quedaron intactos los esquemas de criminalidad existentes, sino que se fortificaron, especializaron y no fueron trastocados.

Seguramente un tema polémico será el papel que deberán desempeñar las fuerzas armadas en la seguridad pública y de la Guardia Nacional, que en la práctica ha sido una corporación militarizada. Nos encontramos ante una incontrolable vorágine de violencia, sin posibilidad de construir pronto un esquema de seguridad y paz que el crimen organizado ha erosionado.

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