El reloj marcaba apenas los primeros minutos del segundo mandato de Donald Trump, el presidente número 47 de Estados Unidos, cuando un viejo tema regresó con fuerza a la lista de órdenes ejecutivas: la posibilidad de clasificar a los cárteles mexicanos de la droga como organizaciones terroristas extranjeras.
¿Qué implicaría este escenario? Más que una simple etiqueta, esta designación podría redefinir por completo las relaciones entre México y Estados Unidos, transformar las estrategias de seguridad y trasladar la lucha contra el narcotráfico a un campo de acción más controvertido y peligroso.
La medida posicionaría a los cárteles en el mismo nivel de amenaza que grupos como Al Qaeda o el Estado Islámico.
En primer lugar, este anuncio envía un mensaje contundente: para Washington, el gobierno mexicano no está cumpliendo con su deber de combatir al narcotráfico y refuerza una narrativa que ha ganado terreno en los últimos años. México es visto como un país “violento” e “ingobernable desde sus entrañas”, y su crisis de seguridad ya no es sólo un problema local, sino un riesgo para la estabilidad global.
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Con esta clasificación, los cárteles dejarían de representar un problema de seguridad pública para convertirse en una amenaza a la seguridad nacional, al mismo nivel que los desafíos militares y tecnológicos planteados por potencias como China y Rusia.
En la práctica, permitiría a las fuerzas de seguridad estadounidenses actuar con mayor flexibilidad y menos restricciones legales, en operaciones que podrían incluir vigilancia masiva, allanamientos sin orden judicial y ataques preventivos contra supuestos objetivos de alto riesgo.
Sin embargo, el costo podría ser alto: un severo desafío a la soberanía mexicana, el riesgo de transgredir derechos democráticos y la posibilidad de que se lleven a cabo operativos unilaterales en territorio mexicano.
La tragedia de la familia LeBarón, asesinada en 2019 en Sonora, marcó un antes y un después. En Estados Unidos, este ataque fue calificado como un acto terrorista, lo que derivó en una sentencia judicial que obligó al Cártel de Juárez a pagar una indemnización millonaria. Ese caso también sirvió como plataforma para que, durante su primera administración, Donald Trump iniciara los pasos para catalogar a los cárteles como terroristas, algo que, como sabemos, no trascendió en su momento.
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El tema resurgió con fuerza en 2021, cuando el gobernador de Texas, Greg Abbott, urgió a la administración de Joe Biden a adoptar esta postura. Abbott argumentó que los cárteles representan una amenaza directa para los estados fronterizos debido al tráfico de drogas y personas. En 2023, fiscales de 21 estados republicanos se unieron a la causa, señalando que la crisis del fentanilo y la violencia asociada justifican medidas extremas.
Designar a una organización como terrorista no es cosa fácil. La decisión recae en el Departamento de Estado y pasa por un proceso riguroso, aunque también profundamente político. En el pasado, esa etiqueta se reservó para grupos con objetivos ideológicos claros, como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) o el Ejército de Liberación Nacional (ELN).
En nuestro caso —y no se trata de defenderlos—, los cárteles mexicanos se abstienen de imponer una ideología; solo buscan ampliar sus ganancias.
Si esto avanza, la denominación “terrorista” podría extenderse a quienes colaboren con ellos, incluso de manera indirecta. Vendedores locales de drogas, distribuidores y hasta consumidores podrían enfrentar cargos. De acuerdo con documentos del Congreso de Estados Unidos, proveer “apoyo material” a estas organizaciones podría significar penas de hasta 20 años de prisión.
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Trump firmó 41 órdenes ejecutivas en su primer día: la emergencia en la frontera sur y en el ámbito energético, el indulto general a los asaltantes del Capitolio, la retirada del Acuerdo de París y de la Organización Mundial de la Salud (OMS), así como otras medidas que fueron aprobadas vía decreto.
Clasificar a los cárteles de la droga como organizaciones terroristas extranjeras es un camino lleno de retos legales, diplomáticos y éticos. Si bien podría fortalecer el combate al narcotráfico, también plantea riesgos graves para los derechos humanos, la soberanía mexicana y la cooperación binacional.
En el fondo, el debate revela algo más profundo: el fracaso de las estrategias convencionales contra el narcotráfico y la necesidad de replantear cómo enfrentamos un problema que trasciende fronteras y desafía sistemas completos.
La etiqueta de “terrorista” podría ser solo eso, una etiqueta. Pero sus consecuencias son reales y podrían cambiar el rostro de la seguridad en América del Norte para siempre.