La semana pasada platiqué sobre los extremos legales que, conforme a un precedente de la Corte, es preciso acreditar para reclamar de una escuela daños y perjuicios causados por no cumplir sus deberes de protección frente a un caso de acoso escolar. Esta semana, sin embargo, quisiera reflexionar acerca de por qué está en interés de los involucrados (y de la sociedad en su conjunto) que las escuelas actúen para erradicar este fenómeno. Nunca se insiste demasiado cuando se trata del bienestar de los niños.
La escuela suele ser el primer ejercicio social de niños y adolescentes fuera del seno familiar. Ahí es donde aprendemos a convivir con otros, a pesar de que tengan personalidad, carácter, gustos y desagrados diferentes a los nuestros. Es durante esa convivencia que, en ejercicios de prueba y error, aprendemos a identificar la línea que divide lo admisible de lo intolerable en las dinámicas de trato de nosotros con el mundo y del mundo con nosotros.
Por supuesto, esta convivencia no se da (o no debiese darse) en un “estado de naturaleza”, en donde salvajemente los jóvenes marcan y defienden territorios para escalar en el sistema de dominación. Por el contrario, existe todo un andamiaje de reglas que, más que expresar buenas intenciones, definen los linderos de lo permitido, mediante prohibiciones y obligaciones a cuyo incumplimiento está asociada una sanción (típicamente reportes, suspensiones y expulsiones). Esas normas se complementan con potestades que facultan a las autoridades escolares no solo para realizar campañas de prevención y difusión de los valores y objetivos del colegio, sino para desplegar actos de investigación y aplicación de consecuencias sin los cuales, normativamente, no es posible estimar que los derechos de los niños están efectivamente protegidos frente al bullying. Así pues, al interior de las escuelas se despliegan dinámicas sociales que, con todas las proporciones guardadas, son estructuralmente análogas a las que los niños enfrentarán en su vida adulta (i.e., interacción entre vecinos, colegas y extraños que están sujetos a un sistema jurídico que es aplicado por autoridades administrativas y tribunales, que tiene como fin último garantizar la sana convivencia de la sociedad en su conjunto), y que debiesen prepararlos para que, cuando crezcan, sean ciudadanos de bien.
En este orden de ideas, que las escuelas cumplan con sus obligaciones de protección está, naturalmente, en el mejor interés de las víctimas del acoso y de la comunidad estudiantil en general. Con el despliegue oportuno de medidas disciplinarias, se manda un mensaje importante a los alumnos: que pueden confiar en sus autoridades escolares para hacer cumplir las normas. Con ello, se reduce la probabilidad de que, desde pequeños, arraiguen la creencia de que solo puede haber justicia por propia mano. En otras palabras, un colegio diligente contribuye a que el joven, cuando sea adulto, tenga una sólida consciencia sobre el valor que tiene vivir en un Estado de Derecho.
Más aún, al mostrar que el sistema funciona, se propicia un sano monitoreo colectivo en el que la comunidad identifica y denuncia situaciones intolerables desde la perspectiva de la dignidad porque sabe que su actuación es útil. Esto propicia empatía con las víctimas y el rechazo al abuso y, en última instancia, incrementa la probabilidad de que en nuestra sociedad haya más adultos solidarios con el bienestar del otro.
Incluso, que un colegio cumpla sus obligaciones de protección también está en el mejor interés de los jóvenes agresores por la sencilla razón de que, cuando un estudiante es sancionado por realizar acoso escolar, se le enseña que la transgresión de las líneas de lo inadmisible tiene consecuencias. Con suerte, si la lección es aprendida, el joven se convertirá en un adulto consciente de los límites aplicables a sus actos porque lo aprendió a edad temprana, lo que, paradójicamente, está en interés del agresor, de sus padres y de la sociedad. La alternativa sería tenerlo que aprender “the hard way” siendo adulto, mediante multas, indemnizaciones e, incluso, penas privativas de la libertad pues ¿cómo esperar que una persona a la que se le enseñó desde pequeña que “no es tan grave” despreciar la dignidad del otro para la satisfacción propia no haga exactamente lo mismo siendo adulto? ¿no es precisamente ese desprecio a la dignidad del otro la razón moral detrás de la tipificación penal del robo, la extorsión, las lesiones, la violación, el homicidio y otros delitos?
Si todo esto es así, ¿por qué entonces observamos que algunas autoridades escolares se resisten a combatir contundentemente el bullying? Quizás porque, consciente o inconscientemente, tienen arraigada hasta la médula la cultura del gandalla, que mete el pie al de a lado con tal conservar su empleo, cuidar sus relaciones y vivir tranquilo, incluso si se trata de aquellos que es su deber cuidar.
* Esta columna se hace en colaboración con María José Fernández Núñez