El 12 de febrero de 2016, abordé un vuelo de Roma a México, con una breve escala en La Habana. No era un vuelo cualquiera. A bordo de ese avión de Alitalia, conocido como “Pastor Uno”, viajábamos 75 periodistas y un pasajero muy particular: el papa Francisco, acompañado de su comitiva más cercana. Cubrir al líder de mil 200 millones de católicos, a pocos metros de él, no es solo una experiencia profesional; es un instante que te confronta con la historia en tiempo real.
Lograr un asiento en ese avión fue un privilegio reservado para pocos. Las plazas en los vuelos papales se disputan entre agencias de noticas, cadenas internacionales y medios locales. Ahí estaba yo, representando a UnoTV, gracias a las recomendaciones y el apoyo de un gran amigo, Óscar del Valle, quien me orientó para conseguir ese codiciado lugar. Estar a bordo no era solo un logro logístico; era una responsabilidad de documentar un mensaje que trascendería en la historia.
La primera escala: La Habana. Ahí presenciamos el encuentro entre el papa Francisco y el patriarca Kirill, líderes de la Iglesia católica y ortodoxa, quienes, con un abrazo ecuménico, buscaron sanar casi mil años de división desde el Cisma de 1054. Ya rumbo a México, el vuelo se convirtió en un microcosmos de emoción y simbolismo. No había margen para el error. Cada periodista, fotógrafo o camarógrafo sabía que estaba ahí para capturar no solo un viaje, sino un evento que resonaría en nuestro país y el mundo.
En 2016, Francisco, el primer papa latinoamericano, llegaba a un México herido por la violencia, la desigualdad y la desconfianza. Su visita, del 12 al 17 de febrero, no sería un recorrido protocolar; era una apuesta por sacudir conciencias. Nosotros, los de la prensa, éramos testigos en primera fila y los ojos del mundo, de la diplomacia, la fe y la política a través de un solo hombre: el Papa.
Los periodistas, muchos veteranos de coberturas vaticanas, preparaban preguntas, revisaban notas o ajustaban equipos, anticipando el momento en que el pontífice dejaría su asiento para caminar hacia la zona de prensa. Cuando llegó mi turno, luego de saludarlo, le entregué un solideo blanco, sencillo pero cargado de intención. Francisco lo recibió con una sonrisa cálida, se lo colocó y, en un gesto inesperado, me obsequió el que llevaba puesto.
El vuelo no era solo un traslado; era el inicio de una experiencia única. Francisco llegó a México con una agenda clara: hablarle a un país fracturado. En la Basílica de Guadalupe, pidió paz ante la Virgen. En Ciudad Juárez, a metros del río Bravo, condenó la violencia y defendió la dignidad de los migrantes. En Ecatepec, ante 400 mil personas, criticó la corrupción como un “pan con sabor a dolor”. En Chiapas, se disculpó con los pueblos originarios por siglos de exclusión. Cada palabra, cada gesto, estaba calculado para hacerlo resonar.
Ser parte de ese vuelo significó entender a Francisco más allá de la figura pública. No es solo el papa de los pobres o el reformador: un jesuita argentino que hablaba a un mundo polarizado. Entre turbulencias, redactábamos notas sobre un hombre que bromeaba con los periodistas, pero nunca perdía de vista su misión: confrontar las heridas de México, violencia, desigualdad, exclusióN, con un llamado a la justicia y la esperanza.
Desde la Ciudad de México hasta Chihuahua, documentamos cada paso: misas masivas, encuentros con jóvenes en Morelia, visitas a prisiones y hospitales. Hoy, al recordar ese vuelo, pienso en lo que significó ser testigo de la historia. No es solo estar en el lugar correcto, sino comprender que cada palabra, cada imagen, cada instante cuenta.