El vaquero Ken

18 de Noviembre de 2024

Raymundo Riva Palacio
Raymundo Riva Palacio

El vaquero Ken

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1ER. TIEMPO. Y tanto que prometía. En julio de 2021, el ícono democrático de Colorado, Ken Salazar, fue nominado como embajador de Estados Unidos a México. Era una gran figura: senador que trabajó en la campaña presidencial de Barack Obama, quien al asumir la Casa Blanca lo hizo secretario del Interior. Ahí se relacionó fuertemente con el vicepresidente Joe Biden, en cuya campaña participó como el copresidente del liderazgo latino. El abogado — duodécima generación de granjeros de Nuevo México que estaban ahí antes de que Estados Unidos anexara la mitad del territorio mexicano en el siglo XIX— rindió protesta dos meses después. Salazar era una bocanada de aire fresco ante su predecesor, Christopher Landau, cuya gestión estaba marcada por su frivolidad, viajando y comiendo por todo el país todo el tiempo y registrando sus recorridos con selfies. Pero operativamente era bastante incompetente. Landau fracasó en el tema más importante de su gestión al no saber manejar la investigación y la captura del general Salvador Cienfuegos, pero, más bien, pasó sin pena ni gloria. Era abogado, como Salazar, pero sin experiencia política, a diferencia de su sucesor, quien desde sus primeras apariciones públicas en México usaba su inseparable sombrero de vaquero. Salazar presentó sus cartas credenciales al presidente Andrés Manuel López Obrador el 14 de septiembre, y su estrategia era establecer una buena relación con el mexicano y así ser más eficiente para su gobierno. Salazar creía, por sus acciones, que podía manipular a López Obrador si era complaciente y condescendiente, subestimando las mañas y el enorme colmillo retorcido del macuspano. Ser hispano no iba a resultar positivo en la relación, como le sucedió a James Carter, otro demócrata, que envió a Julián Nava, un reconocido académico en California de padres mexicanos, y que se convirtió en uno de los embajadores más mediocres que recibió México. Nava fue relevado por otro hijo de mexicana, John Gavin, quien conoció al presidente Ronald Reagan en sus tiempos como actores en Hollywood, y que se comportó como un procónsul en los años en los que Estados Unidos invadía Centroamérica y chocaba con el gobierno de Miguel de la Madrid. Antes de Salazar fue nombrado Tony Garza, nieto de migrantes mexicanos, cuya eficiencia estaba en el acceso a la Casa Blanca, donde Laura Bush, esposa de George W., había sido su compañera en la universidad. Pero nadie, salvo, quizás, John Negroponte, por su negro pasado en Honduras, había causado tanta expectativa como Salazar, aunque por el lado positivo. Y fue estupendo, para López Obrador, pero pésimo para Estados Unidos.

Ken Salazar
El embajador de Estados Unidos, Ken Salazar / Cuartoscuro

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2DO. TIEMPO: El embajador, colonizado. Con su acceso a la Casa Blanca, donde estaba su amigo Joe Biden, Ken Salazar prometía ser un gran gestor para los intereses de Estados Unidos. Pero la esperanza duró tres meses. En diciembre comenzaron las primeras quejas. El presidente Andrés Manuel López Obrador ya había parado las inversiones energéticas y las empresas estadounidenses, al ver la alteración de sus contratos y planes trazados luego de la reforma petrolera de Enrique Peña Nieto, que estaban viendo que naufragaba. Salazar fue la puerta a la que recurrieron por apoyo, pero encontraron a un embajador que estaba más preocupado por cuidar su relación con López Obrador que en defender, como representante de su país, los intereses estadounidenses. Un grupo de empresarios poderosos hablaron con el secretario de Estado, Antony Blinken, para pedirle que lo remplazara. Blinken, que tampoco veía bien a Salazar, no hizo nada, sabiendo que Biden, su gran amigo, no lo permitiría. Las empresas finalmente encontraron otra puerta para llegar a López Obrador, y se despresurizó un conflicto que crecía. Pero Salazar, torpemente, siguió cometiendo errores. Pese a la crisis que tuvo, declaró que los cambios en la legislación eléctrica que estaba haciendo el Presidente, eran correctos porque eran “lo mejor para el pueblo” mexicano, lo que le generó renovadas críticas porque esos cambios que elogiaba violaban los acuerdos comerciales. Biden designó a John Kerry, exsecretario de Estado, como emisario personal para llevar la relación con López Obrador, pero no duró mucho su interlocución porque lo que acordaban, después de hablar el Presidente con Salazar, se deshacía. Para entonces, en Washington, se referían socarronamente a Salazar como “el embajador de México en el Departamento de Estado”. En Washington, la posición de López Obrador, confiado en que podía hacer cualquier cosa porque Salazar le arreglaría las cosas con Biden, ya había desatado una batalla entre Blinken y el consejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, Juan González, que proponían, siguiendo a Salazar, cerrar los ojos ante las arbitrariedades de López Obrador y su demolición democrática, a cambio de que México sirviera como tapón para la migración, y el procurador general Merrick Garland y la representante comercial Katherine Tai, que pedían un endurecimiento del gobierno contra el mexicano. Ganó Salazar, pero López Obrador, sin filtro alguno, tomó de piñata al Departamento de Estado, acusándolo reiteradamente de intervencionista por aportar un pequeño financiamiento a Mexicanos Contra la Corrupción. Los bonos del embajador comenzaron a caer. Cuando, envalentonado, López Obrador saboteó la Cumbre de las Américas en Los Ángeles, le pidieron a Salazar que lo persuadiera para asistir. Fracasó, como también sucedió, al no lograr que, al estallar la crisis del fentanilo, el presidente respetara los compromisos adquiridos a nivel bilateral. Los estadounidenses se cansaron de él a principios de este año y, de paso, de Salazar.

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3ER. TIEMPO: La caída del vaquero. La relación complaciente del embajador Ken Salazar con el presidente Andrés Manuel López Obrador se mantuvo como si no pasara nada. Las puertas de Palacio Nacional siguieron abiertas para él hasta finales de julio, cuando un comando estadounidense capturó a Ismael El Mayo Zambada, jefe del Cártel de Sinaloa y se lo llevó a Estados Unidos. López Obrador se enteró por la prensa de lo que había sucedido en territorio mexicano. Salazar, prácticamente al mismo tiempo. No le dijeron nada al embajador porque temían que avisara al Presidente, y tampoco le informaron al gobierno, porque estaban seguros de que alertarían a Zambada. Llevaban meses en el gobierno y el Capitolio en Washington sugiriendo la relación entre López Obrador y el narcotráfico, pero Salazar seguía hablando bien del presidente. A pesar de que lo mantuvieron en la oscuridad, el embajador no terminaba de modificar su relación con López Obrador. Incluso, en uno de los puntos candentes de la discusión sobre la reforma judicial, salió a apoyarla. Fue el punto de quiebre: le jalaron las orejas y el sombrero, y le ordenaron corregir lo dicho. Días después, Salazar declaró que la reforma era “un riesgo para la democracia” y una amenaza para el acuerdo comercial. Eso no lo soportó López Obrador, quien no dudó en desechar a su “amigo”. Lo llamó “prepotente” e “imprudente”. Salazar, presionado por Washington, se mantuvo en lo dicho. López Obrador le cerró la puerta en Palacio, puso “en pausa” su relación con la Embajada de Estados Unidos y ordenó a todo el gobierno suspender sus tratos y no contestar, incluso, el teléfono. Salazar ya deseaba que terminara el gobierno y llevaba la cuenta diaria de cuántos días le quedaban en el cargo. La llegada de Claudia Sheinbaum a la Presidencia prometía la reanudación de la relación con Palacio, pero también lo puso en su lugar: ella no sería su ventanilla, y en adelante, el único acceso que tendría a su gobierno sería a través de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Salazar estaba liquidado. Mandado al ostracismo por el obradorato al que tanto cuidó, hace unos días volvió a criticar al gobierno en el tema de la seguridad. Se lanzó contra su “amigo” López Obrador por el “fracaso” de su estrategia de “abrazos, no balazos” y cuestionó al gobierno, tocando también al de Sheinbaum, al señalar que las estadísticas en las que se basan para afirmar que las cosas están bien en materia de seguridad no reflejan la realidad mexicana. La Presidenta se le fue encima y le dijo sus verdades: incongruente, contradictorio, como dice una cosa, dice otra. El vaquero quedó como el cohetero. La lambisconería a López Obrador duró mientras el macuspano quiso. Pero, para cuando le reviraron en Palacio, su prestigio en Washington estaba totalmente demolido.