El silencio de Bedolla

28 de Abril de 2025

Raymundo Riva Palacio
Raymundo Riva Palacio

El silencio de Bedolla

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1er. TIEMPO: La voz hueca del gobernador. Si en algo se ha distinguido Alfredo Ramírez Bedolla desde que asumió la gubernatura de Michoacán en 2021, es la negación de la realidad. No ha dejado de hablar de cómo se está pacificando el estado mientras Michoacán arde y continúa hundiéndose en la violencia. “Todo está bajo control, todo está estable”, dijo hace no mucho. “Todos los días se recupera la paz en Michoacán”, agregó el 6 de abril. El miércoles pasado tuvo un nuevo cenit, cuando se libró una batalla entre dos cárteles en 26 municipios michoacanos, cuyas operación se extendieron a los vecinos Jalisco y Guanajuato. En Michoacán, los silencios no son gratuitos. Cada vez que un gobernador calla ante el avance del crimen organizado, se levanta una niebla espesa sobre las instituciones, y en esa penumbra, los cárteles encuentran terreno fértil para prosperar. Ramírez Bedolla, gobernador morenista, ha optado por ese silencio, disfrazado de gobernabilidad, pero cuyo costo es una convivencia peligrosa con las estructuras del narco. Desde que asumió el poder en 2021, ha tenido como uno de sus ejes discursivos la pacificación del estado. Lo que no ha dicho —y quizá no pueda—, es que esa “paz” se ha sostenido más por la reconfiguración de acuerdos de facto con los grupos criminales que por una acción contundente del Estado. El Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) ha avanzado hacia la Tierra Caliente, desplazando con violencia a células de Los Viagras -con los cuales estableció posteriormente una alianza táctica-, y a las remanentes de La Familia Michoacana. Los pueblos se han vaciado, las tierras han cambiado de manos, y el Estado, desde el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, mira hacia otro lado. La política de “abrazos, no balazos” fue interpretada en la región como un cheque en blanco para los criminales. Y Ramírez Bedolla, lejos de confrontar, se alineó. Su discurso gira más hacia la “no estigmatización de los jóvenes” que hacia la persecución efectiva de estructuras criminales. Mientras tanto, los desplazados duermen en albergues temporales, las autodefensas resucitan sin rumbo, y la esperanza de un Estado que imponga orden se diluye entre conferencias y boletines optimistas. Su silencio y el respaldo de López Obrador el sexenio pasado y de Claudia Sheinbaum en el presente, no cambia una realidad innegable: el narco sigue controlando amplias zonas de Michoacán, cobrando derecho de piso, imponiendo candidatos y, en algunos casos, suplantando la autoridad local. El número de homicidios dolosos se mantiene en niveles más altos de los que tuvo en 2006, cuando la llegada de Silvano Aureoles desencadenó una ola de violencia que se mantiene hasta el momento. Cada día que ha pasado en su gobierno sin enfrentar al narco, es un día más de consolidación para los criminales. Gobernar no es administrar la calma del miedo; es enfrentar el conflicto, aunque eso cueste votos, aliados y poder. En Michoacán, el silencio es complicidad. Y Ramírez Bedolla, hasta ahora, ha preferido callar.

Alfredo Ramírez Bedolla
Alfredo Ramírez Bedolla, gobernador de Michoacán / Cuartoscuro

2º. TIEMPO: El parteaguas de Michoacán. La violencia en Michoacán tuvo un principio de siglo estable. Aún así, el entonces gobernador Lázaro Cárdenas, ante un repunte al final de su sexenio, le pidió al presidente Vicente Fox que las fuerzas federales intervinieran. Fox lo ignoró y al cambio de gobierno le hizo la misma petición al presidente entrante, Felipe Calderón. En diciembre de 2006 intervino, con lo que dio comienzo a lo que hoy conocemos como “la guerra contra las drogas”. Fue sangrienta, pero el final se empezaron a ver los resultados. Las fuerzas federales acabaron con La Familia Michoacana y abatieron a sus líderes, bajando la violencia en el estado a niveles de que no veía desde hacía 10 años antes. El nuevo gobierno federal encabezado por Enrique Peña Nieto se topó con una estrategia que estrenaban los grupos criminales con la esperanza de que funcionara: disfrazarse como grupos de autodefensa para controlar territorios, el trasiego de metanfetaminas y el negocio ilícito de la tala de madera, que tenía en China su principal mercado. El gobierno de Peña Nieto tomó partido y en la confusión en su primer año de gobierno, La Familia Michoacana renació como Los Caballeros Templarios. No volverían a perder poder los criminales. No fue solo culpa del gobierno federal. El deterioro comenzó en la administración del priista Fausto Vallejo, que sustituyó a Leonel Godoy, a quien mantuvo a raya el gobierno calderonista pese a sus profundos lazos familiares con La Familia Michoacana, y Jesús Reyna, el gobernador que fue encarcelado por sus vínculos con el crimen organizado, aunque años después de estar en prisión, lo dejaron en libertad por falta de pruebas. Michoacán se había convertido en una tierra donde el Estado mexicano cedió partes enteras del territorio, convirtiéndose en un poder paralelo. No se trataba ya de trasiego de droga, sino de control territorial: imponían autoridades municipales, regulaban economías locales, e incluso emitían “códigos de conducta” a la población. Las organizaciones michoacanas se fueron con la llegada del Cártel Jalisco Nueva Generación, que combatió a la banda local de Los Viagras y a su brazo armado, Los Blancos de Troya -que participaron en la batalla de los cárteles del miércoles 23 de abril en tres estados del centro del país-, que ha tomado casi el control de toda la entidad. Su avance ha sido más firme que en el pasado, con el que el gobernador Alfredo Ramirez Bedolla había prometido romper. El presente se parece demasiado al pasado, pero cuando se ve con más detalle se puede decir que la actualidad es peor. Hoy, el Cártel Jalisco Nueva Generación que desplazó a Los Viagras y a los Caballeros Templarios en varias regiones del estado, emplea una brutalidad que iguala —y a veces supera— la de sus predecesores. Esta organización, que controla Jalisco, actúa como un ejército de ocupación en Tierra Caliente: bloqueos, desplazamientos forzados, ejecución de civiles, control del comercio y el transporte. Más grave aún, ha avanzado su marcha criminal hacia el interior del país, como lo demostró el miércoles pasado, cuando se enfrentó al Cártel de Sinaloa en tres estados. Y, como en los viejos tiempos, el gobierno estatal guardó un silencio estratégico.

3er. TIEMPO: Al filo del abismo. La gran característica del régimen obradorista, como dijo temprano en su sexenio el presidente Andrés Manuel López Obrador, era que él quería 90% de lealtad y 10% de capacidad. En Michoacán encontró en Alfredo Ramírez Bedolla, su arquetipo. Desde Palacio Nacional, el respaldo a Ramírez Bedolla era total. López Obrador lo veía como un aliado leal, un ejecutor del proyecto cuatroteísta. Pero la lealtad al presidente no era garantía de gobernabilidad real en un estado donde las instituciones había sido carcomidas. Las fiscalías no investigan, las policías estatales se repliegan, y los alcaldes —muchos puestos por el narco— actúan como delegados criminales. La estrategia federal de “abrazos, no balazos” fue un pretexto para la inacción. Ramirez Bedolla, fiel a esa narrativa, ha repetido sun dudar durante lo que va de su sexenio los mantras oficiales: que no se debe estigmatizar a los jóvenes, que la violencia es producto del neoliberalismo, y que lo importante es atender las causas. Mientras tanto, los grupos armados avanzan, y la población se queda sola, como ha estado durante décadas. No fue casual que resurgieran las autodefensas, ni que en comunidades como Aguililla, Tepalcatepec o Coalcomán, los ciudadanos prefieran confiar en civiles armados que en las fuerzas del Estado. Las mismas condiciones que llevaron al levantamiento de 2013 bajo el liderazgo de Hipólito Mora —asesinado por criminales en 2023— están hoy más presentes que nunca. Desde el asesinato de Mora, símbolo de la resistencia civil contra el crimen, la percepción en muchas comunidades es que el gobierno abandonó definitivamente a los ciudadanos. “Nos quitaron las armas, nos dejaron solos, y luego se fueron”, decía un exautodefensa en Tepalcatepec. La desmovilización forzada de los grupos civiles, bajo la promesa de que la Guardia Nacional los sustituiría, resultó ser otra farsa burocrática. La Guardia llegó, se instaló, tomó fotos y se retiró. El vacío, como desde hace varios años, lo llenan los criminales. Los empresarios locales comenzaron a alzar la voz, aunque en privado. El cobro de piso, el secuestro exprés y la “cuota de paz” impuesta por grupos como el Cártel Jalisco Nueva Generación son parte de los costos fijos de hacer negocios en Michoacán. “O pagas, o cierras. O peor, desapareces”, resumió a la prensa un productor de limón en Apatzingán. Algunos ya han trasladado sus operaciones a Colima o al Estado de México, buscando algo parecido a una economía legal. El riesgo para Michoacán no es solo la violencia. Es la normalización de un Estado paralelo. La criminalización de la resistencia civil. La imposición del miedo como forma de control social. Y, en el fondo, la erosión definitiva de la legitimidad institucional. Si el presente de Michoacán está marcado por la omisión y el repliegue institucional, el futuro inmediato se mueve entre dos posibilidades: o el Estado recupera su soberanía, o el crimen organizado consolida su régimen de facto. No hay término medio. Y en este punto, cada día de silencio por parte de Ramírez Bedolla es un ladrillo más en la arquitectura del narcoestado.

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