1ER. TIEMPO: Aquellos años de Ebrard. Cuando el profesor Manuel Camacho invitó a sus alumnos del Colegio de México a trabajar con él durante el gobierno de Miguel de la Madrid, desde donde preparaba la plataforma para lanzar a la Presidencia a Carlos Salinas, varias destacadas estudiantes —algunas que llegaron a puestos muy altos años después— le preguntaron si le propondría lo mismo a Marcelo Ebrard. Camacho, que lo veía como un gran estudiante, les dijo que sí, por lo que le respondieron que, entonces, no contara con ellas. La razón era simple, su soberbia y petulancia, y que les resultaría imposible cohabitar con él. La dupla Camacho-Ebrard se fue convirtiendo rápidamente en una máquina de hacer política. Salinas lo nombró regente del entonces Distrito Federal y Ebrard fue su secretario de Gobierno. Camacho era uno del manojo de políticos a quienes Salinas les encargaba los asuntos delicados, compitiendo con el superasesor presidencial José Córdoba, y el eficaz Patricio Chirinos. Pero Camacho, que como el secretario de Gobernación, Fernando Gutiérrez Barrios, invertía varias horas al día cultivando columnistas políticos, fue avanzando por la complejidad y lo sensible de los temas que llegaban al Zócalo. Ebrard era su operador y fue tejiendo relaciones fundamentales con sindicatos, como el de Ruta 100, que años después proporcionó uniformes al EZLN, que se alzó en Chiapas, a donde viajó la dupla a negociar la paz con el Subcomandante Marcos, que despertó sospechas si al más viejo estilo echeverrista, Camacho había creado un conflicto para resolverlo y ganar así la candidatura presidencial. Como su brazo fuerte, Ebrard tejió una sólida relación con el líder de la izquierda social, Andrés Manuel López Obrador, a quien Camacho le daba millones de pesos dentro de la dialéctica de la presión y los plantones en el Zócalo a cambio de recursos para alimentar su movimiento. Camacho no fue candidato presidencial y con Ebrard se fue a la Siberia mexicana. En la casa de la abuela de Ebrard en la colonia del Valle, fundaron el partido de Centro Democrático, con el que se lanzó Camacho por la Presidencia. Fue un fracaso absoluto que, sin embargo, le permitió despegar a Ebrard fuera del PRI, como diputado del Partido Verde, con memorables intervenciones en el Congreso sobre el Caso Fobaproa. Al término de su periodo se sumó al gobierno de López Obrador en el Distrito Federal, que lo detonó para ser jefe de Gobierno en el siguiente sexenio. Ebrard se convirtió en un sofisticado gobernante, uno de los mejores que ha tenido la Ciudad de México, desde donde financió la vida no productiva, salvo en lo político de López Obrador, y afianzando una alianza que pensó lo llevaría al cielo. Fue ingenuo.
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2DO. TIEMPO: El multiusos de Palacio Nacional. Ya van siete años en los que Marcelo Ebrard ha fungido como el multiusos funcional para dos gobiernos morenistas consecutivos, el de Andrés Manuel López Obrador, y ahora en el de Claudia Sheinbaum. Ninguno de los dos le tenía confianza, pero lo chiquito de sus gabinetes hacía que Ebrard, político experimentado y sofisticado, sobresaliera entre el enanismo reinante. López Obrador, que le robó la candidatura presidencial de la izquierda en noviembre de 2011, lo hizo secretario de Relaciones Exteriores al asumir la Presidencia en 2018, y le agregó funciones de secretario de Gobernación, de Economía, de Seguridad y de apagafuegos, como cuando Rocío Nahle, en ese entonces secretaria de Energía, estuvo a punto de boicotear en una reunión de la OPEP un acuerdo al más alto nivel entre Palacio Nacional y la Casa Blanca para contener el alza en los precios de petróleo, que sólo por su intervención evitó un zafarrancho diplomático. López Obrador y su familia consideraban a Ebrard como un “traidor” por el hecho de haberle disputado la candidatura presidencial y resistirse a cedérsela, como finalmente lo hizo por sugerencia de su mentor y eterno asesor, Manuel Camacho, que lo convenció con el argumento de evitar una ruptura en la izquierda. Sheinbaum había tenido fricciones importantes con él, como la del colapso en la Línea 12 del Metro en 2021, donde Ebrard, con el apoyo de Carlos Slim, cuya empresa construyó la parte siniestrada que dejó un saldo de 26 muertos, le echó la culpa a ella, para desviar las suyas. Al final nadie fue culpable ni responsable, pero las heridas quedaron. Se volvieron a encontrar cuando López Obrador abrió la carrera presidencial. Sheinbaum era su delfín, pero Ebrard decía que el presidente le cumpliría lo prometido en 2011: la próxima es para ti. No fue para él, sino para Sheinbaum, a quien le llenó el hígado con sus protestas y denuncias de que había sido un proceso de selección amañado y dirigido a su favor. La presidenta llegó por decisión de López Obrador, y el futuro de Ebrard fue decidido por sus presiones y sus berrinches, pero también porque ni el expresidente ni la presidenta, querían fisuras en el Partenón del régimen. Ya adentro del gabinete se hizo imprescindible, en parte por la inexperiencia de algunos de sus colegas, en parte por la pereza de otros, en parte porque vendió cuentas de vidrio a Sheinbaum, que terminó agradeciéndole que hubiera trabajado de la mano con su madre para que le dieran la Medalla de Contribución Destacada en Sostenibilidad —que vistió como un Nobel ambiental—, y le creyó que él fue quien la metió en la lista de finalistas para la persona del año de la revista Time. La retórica y el oficio, adquirido en la época de los mandarines, le ha funcionado de maravilla en esta época de pauperización política.
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3ER. TIEMPO: El gambito de Marcelo. El proceso de selección de la candidatura presidencial de Morena en 2023, fue tan penoso como sangriento. Hubo varios actores de reparto que sólo fueron incorporados para hacer bulto. Otro se la creyó, pero lo bajaron con regaños. Uno más se hincó rendido cuando le sacaron el expediente penal de él y su familia. Pero Marcelo Ebrard, que no estaba cortado a la medida de los anteriores, tomó en serio la contienda contra la favorita, Claudia Sheinbaum. Sus más cercanos le dijeron si en esta ocasión sí pelearía la candidatura, y él les aseguró que sí. Cumplió en parte. Cuando se dieron a conocer las encuestas amañadas
—se hicieron en las zonas donde ella tenía más fuerza—, Ebrard protestó. Quiso hablar con el presidente Andrés Manuel López Obrador para mostrarle las irregularidades, pero nunca lo recibió. Entonces escaló el costo y buscó reventar el proceso, impugnándolo y amenazando con irse de Morena y buscar una candidatura independiente. No lo hizo. Fue inteligente. López Obrador no podía darse el lujo de fracturar la relación con Ebrard y dejárselo como herencia maldita a Sheinbaum. Mejor lo metió en las listas para que fuera senador y en el armado del gabinete, pensando en la renegociación del Tratado Comercial con Estados Unidos y Canadá. Ebrard sería el mejor calificado para encabezarla. Sheinbaum, quien no leyó lo que piensa de él Donald Trump, que será en unos días nuevamente jefe de la Casa Blanca, ni la forma como lo irrespeta su entorno, lo nombró secretario de Economía. Como tal, y ante los vacíos creados en el gabinete y la buena imagen que tiene en los medios, donde es uno de los pocos políticos de Morena que no rehúye y aprovecha bien, Ebrard ha ido ganando fuerza con Sheinbaum, cuya molestia con él se ha ido desvaneciendo, por que hay temas en donde interviene públicamente aunque no sean de su competencia, porque quienes son responsables directos de ellos, prefieren actuar como avestruces. Ebrard se ha convertido en el canciller alterno, y uno de los consejeros más conocedores que tiene la presidenta en algunos temas de la relación bilateral con Estados Unidos. El secretario multiusos, como siempre, tiene planes alternos, como el que empezarán a desarrollar sus cercanos este año, una plataforma política para lanzarse, otra vez, por la Presidencia en 2030. Para esto necesitará, sin embargo, sobrevivir a Sheinbaum, a Trump y también a López Obrador, que para la próxima elección, tiene otros datos y otros planes.