(Fin de la primera temporada)
La camioneta se detuvo frente a una gran hacienda colonial, aislada en el campo, resguardada por portones de herrería pesada —estilo reclusa— y hombres armados con fusiles largos y bazucas. De reojo, Lydia observó que había cámaras por todos lados y supuso que aquella era una propiedad fuera del radar, con red privada pero con vigilancia real. Lugares donde se firma la muerte sin dejar huella.
A.B., con un tono neutro, casi amable, le dijo que en ese lugar había muerto la madre de un famoso cantante.
—Tendrás buena compañía —añadió, mientras cruzaban la barrera de seguridad.
Lydia sonrió con desgano. Estaba derrotada, pero quería jugar su última carta.
—¿Estás seguro de que no te estás equivocando?
—Ya es demasiado tarde para los errores —respondió él, y le tendió la mano para ayudarla a bajar de la camioneta.
Lydia buscó en el bolsillo del abrigo un inhalador falso que había preparado un par de días antes con un gas neuroirritante de corto alcance.
A.B. meneó la cabeza con disgusto:
—No soy ningún pendejo. Me encargué de eso también.
Al bajar de la camioneta, caminaron juntos, en silencio, mientras ella intentaba calmar su temblor. Lydia no veía a nadie, pero podía percibir sus olores. Estaban completamente rodeados; sus posibilidades de escape eran nulas. El ambiente callado era denso y seco, como si el campo mismo tuviese sed de sangre y supiera lo que estaba a punto de pasar.
Pronto llegaron a un patio de concreto, detrás de unas caballerizas. Miró hacia el horizonte: no había luces de vecinos cercanos que pudieran escucharla gritar. Luego observó que había torres de llantas de tractor. Apiladas, se usan para quemar cuerpos más eficientemente que un horno.
—Te respeto y no te voy a hacer sufrir —le dijo A.B., sin drama—. Te darán un tiro en la cabeza y enterraremos lo que quede de ti. Te doy mi palabra de que nadie te violará ni torturará, distinto a lo que quería Calvo. Te ganaste mi respeto.
Lydia lo miró a los ojos.
—Gracias.
De la oscuridad emergieron varias figuras, pero Lydia pudo distinguir a una mujer con cubrebocas, a un hombre con un AK-47 y a otro con una motosierra. No hacía falta adivinar.
No iba a suplicar. Ojalá muriera rápido, en silencio y con dignidad, esperando que A.B. cumpliera su parte del trato.
Entonces, sonó un teléfono. No el del verdadero A.B., ni el de ninguno de los escoltas ni de la gente ahí presente. Sonó uno que nadie esperaba que sonara: el fijo de la hacienda. Era un tono largo, antiguo. A lo lejos, una mujer respondió. Murmuró algo y gritó:
—¡Patrón, lo buscan!
A.B. no preguntó quién. Solo caminó hacia allá y tomó el teléfono.
—¿Sí?
Lydia lo observó desde su sitio. Estaba lejos, pero pudo ver cómo A.B. se quedaba inmóvil. No hablaba. Solo asentía y escribía algo. Luego colgó, salió de la hacienda y llegó hasta Lydia.
—Parece que tienes a un amigo sumamente poderoso. A alguien a quien no me atrevería a negarle nada. No importan la KGB, los chinos, los árabes o Calvo: él manda.
Luego les hizo una seña a los hombres que la vigilaban.
—Llévenla a esta ubicación —y les entregó un papel—. Denle todo el trago y atenciones que quiera. Ahora es una invitada de lujo —recalcó.
Lydia alzó una ceja.
—¿Quién llamó?
A.B. la miró, esta vez sin sonreír.
—No creo que lo conozcas, pero es alguien para quien incluso yo no soy nadie. Se le conoce como el Bondi.
Abordó la camioneta negra blindada. Luego, A.B. se acercó una vez más a Lydia y susurró, casi con respeto:
—Nunca nadie había sobrevivido a esta casa.
Lydia no respondió nada.No fue sino hasta después de un rato, al ver la civilización de nuevo, que se permitió que una ligera sonrisa le cruzara los labios. No era invulnerable. Pero alguien, allá arriba, necesitaba que siguiera viva.
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