Quizás por la adrenalina o por mero instinto, la espía rusa Lydia Vasilieva llegó a una conclusión en una fracción de segundo. Si el militar cubano, disfrazado de médico humanitario y colocado en México, conocía la existencia de la caja de seguridad para que ella pudiera escapar, entonces estaba en franca desventaja y le podría pasar lo mismo, o peor, que a la violinista.
Así, en cuanto el cubano le preguntó:
—¿Qué decides hacer?
Lydia demoró apenas un instante en responder. Muy rápidamente dijo que se uniría a sus planes:
—La patria primero.
Calvo encendió otro cigarrillo y sonrió, satisfecho.
—Sabía que tomarías la decisión correcta, moya kiska —musitó, inclinándose hacia ella—. Ve a casa, date un buen baño, bebe algo y disfruta de tu nuevo empleo.
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Lydia tomó el sobre que él deslizó sobre la mesa y lo guardó en su bolso sin abrirlo. Desde pequeña, ya la habían preparado para la mecánica de ese momento: una suma considerable de dinero, el nombre de una persona importante, una ubicación y un horario.
Tal como lo previó, una noche después, la rusa Lydia Vasilieva entró al vestíbulo de un importante hotel en Polanco. Caminó por el enorme hall hasta llegar a una barbería sin gente, pues era de noche. Contaba con dos sillas y enormes espejos. Junto a la zona de los afeites, encontró un pequeño botón y lo hizo sonar: una, dos, cuatro veces.
En respuesta, un guardia de seguridad se aproximó y, con cierta ligereza, empujó una pared de espejos en la esquina. Ante ella se abrió un pasillo discreto, iluminado con luz tenue. Dentro, una barra de nigiri y sushi con unos seis u ocho espacios. El lugar estaba vacío, salvo por un hombre sentado y bebiendo sake en una de ellas. Era su objetivo.
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Se trataba de un hombre de negocios maduro, con el pelo entrecano, perfectamente peinado y una expresión de control absoluto en cada movimiento. Hacía no mucho, se había convertido en un político discreto, pero no por ello menos importante. Confidente de varios secretarios de Estado, se decía que era una especie de oligarca del nuevo régimen, lo que, según ella, no se habría logrado sin los parabienes de Rusia. ¿Para qué querían espiarlo, entonces?
Dudó nuevamente de Calvo, pero comprendió que la había enviado ahí para enamorarlo, entrar en su vida y convertir su confianza en una puerta de acceso a información crítica.
Se acercó con seguridad: cada paso medido, cada gesto estudiado. Llevaba un pantalón negro, lo suficientemente ajustado para sugerir, sin ser obvio, y una blusa negra con un escote elegante y discreto. Perfume sutil. Él levantó la vista cuando ella se acercó.
—¿Le molesta si me siento a su lado? —preguntó Lydia con una sonrisa ligera y segura, mirándolo directamente a los ojos mientras señalaba el espacio vacío en la barra.
El hombre parpadeó, desconcertado al principio, pero no tardó en componer una sonrisa amable y segura.
—Por supuesto —respondió, haciendo un gesto al mesero—. Tráigale lo que guste.
—Le agradezco, pero no pretendo que me invite —respondió Lydia con seguridad—. No me gusta comer sola, eso es todo.
Cuando el mesero dejó frente a Lydia un contenedor con salsa ponzu y chiles serranos toreados, ella le preguntó al empresario si comía aquello. Con ingenio y picardía mexicana, respondió:
—El picante sí lo como. El chile no.
Lydia, sin perder el ritmo, contestó de inmediato:
—Yo justo al contrario…
La caza había comenzado.
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