La espía rusa Lydia Vasilieva se sentía sofocada y con algo de náuseas, pero decidió no retirar aún el contenido de su caja de seguridad. A fin de cuentas, según sus instrucciones y entrenamiento, debía esperar a que sus superiores se lo indicaran en caso de emergencia. Devolvió al encargado su llave, dio las gracias y guardó la propia en el pequeño compartimento frontal derecho del bolsillo de sus jeans.
Salió a la calle y la inundó el desconcierto: no sabía qué hacer. Le preocupaba que el gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica informara de su situación al gobierno de México y ello le atrajera problemas, quizás incluso tiempo en prisión o deportación, a pesar de las excepcionalmente buenas relaciones entre el gobierno local y el ruso. Además, estaba Gabriel, su esposo, a quien pensó que realmente quería, a pesar de que, toda su vida, había sido incapaz de generar lazos afectivos profundos.
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Ella nació en Grozni, Chechenia, poco antes de la Primera Guerra Chechena. Su primera infancia estuvo marcada por los bombardeos, la escasez de comida, los desplazamientos, los gritos, los incendios y el miedo constante. Desde pequeña, desarrolló un trastorno reactivo de apego (TRA), que se agudizó cuando perdió a su madre, víctima de un francotirador, y a su padre, médico, un poco después, en una explosión. Dicen que estuvo días deambulando sola entre escombros, hasta que fue rescatada por un soldado ruso que la alimentó, vio por ella y, meses más tarde, la envió a un internado especial para niños de guerra, dirigido en secreto por la inteligencia militar.
Allí, el gobierno soviético identificó su gran inteligencia, su enorme adaptabilidad, su desapego emocional y su potencial, y la integró en un programa de formación de agentes internacionales. Con los años, aprendió a hablar varios idiomas, a memorizar rostros y a manipular personas y situaciones para obtener información. A los dieciséis, ya que había demostrado ser una experta en el uso de identidades falsas y en el arte de la persuasión, fue enviada a Moscú, donde pasó algunos años más preparándose en la KGB para operar en el extranjero.
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Eso recordaba cuando, después de caminar pensativa un rato, Lydia se topó con un Café Punta de Cielo y decidió entrar para ordenar una soda italiana y, quizás, una galleta que le ayudara con su incomodidad estomacal. Además, necesitaba usar el baño para guardar de nuevo su llave de seguridad en el compartimento trasero del sujetador; no quería correr riesgos de extraviarla o de que se la robaran.
En la mesa había un periódico nacional de la nota roja. En él se hablaba de una ciudadana rusa y de la muerte de un niño de ocho años por negligencia y abandono. El medio reportaba que la mujer trabajaba de escort y que regularmente se desaparecía por semanas. Las autoridades lo encontraron en condiciones críticas en un departamento en el sur de la ciudad. El lugar carecía de servicios básicos, como agua, luz y gas. El niño estaba en los huesos, lleno de llagas, moretones y manchas casi negras. Fue trasladado a un hospital pediátrico, donde falleció al día siguiente. La madre estaba en calidad de desaparecida.
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Al ver las fotografías, la rusa Lydia Vasilieva corrió al baño y vomitó. ¿Qué le pasaba? No se reconocía tan pusilánime y nerviosa. Mejor pidió un Uber. No se sentía bien como para caminar o tomar el Metrobús. Dos cuadras antes de llegar a su destino, le pidió al conductor que se detuviera en una farmacia.
Ya en casa, siguiendo su instinto, abrió una de las cajas adquiridas y fue directo al baño. El resultado la estremeció: la prueba de orina indicó que estaba embarazada.
Continuará…
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