La espía rusa Lydia Vasilieva recibió un mensaje de WhatsApp de parte de Gabriel Fernández, su esposo: “Pinche Lydia (si es que así te llamas), tienes mucho que explicarme. Permanezco en una sala de detención del aeropuerto mientras organizan los detalles de mi salida de USA. Han retenido mis documentos y apenas me regresaron el celular. Mi laptop aún la tienen. Inmigración me informó que mi situación plantea dudas relacionadas con su seguridad nacional, y hicieron firmar el Formulario I-275 de Withdrawal of Application for Admission (Retiro de Solicitud de Ingreso). Están considerando subirme en mi vuelo de regreso, pero tendré que permanecer aquí hasta que llegue la fecha, sin poder siquiera bañarme. Me aplicarán una prohibición de entrada de cinco años. ¿Cómo pudiste hacerme esto? ¡No tienes madre!”.
Lydia sintió su corazón acelerado, golpeándole contra el pecho. Le contestó casi de inmediato, preguntándole qué le había pasado, diciéndole que no estaba enterada de nada, que estaba muy preocupada por él y que no entendía a qué se refería con todo eso. Sin embargo, el mensaje no llegó a Gabriel, pues sólo apareció una palomita, como si se hubiese quedado sin señal o la hubiese bloqueado.
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A los pocos minutos, mientras caminaba en círculos por su apartamento pensando en qué hacer, escuchó otra alerta de un mensaje en su teléfono. Era de Calvo, el militar cubano que se hacía pasar por un médico de las jornadas de salud del gobierno. Le informaba que retirarían la visa de su esposo y lo regresarían. Le pidió que permaneciera en su ubicación y tuviera paciencia hasta que sus superiores le dieran otra indicación.
La rusa Lydia Vasilieva entró en pánico. ¿Cómo se habían enterado sus superiores tan rápidamente? ¿Estarían espiando su teléfono? ¿Su módem? ¿O tendrían un contacto en el gobierno norteamericano? ¿Todas las anteriores? ¿Cómo enfrentaría a su esposo? ¿Le pediría el divorcio inmediatamente? ¿Qué pasaría si él perdía el trabajo? ¿La correría? ¿La golpearía? Decidió hacer lo contrario a lo que le habían instruido.
Con prisa, se quitó el sostén y sacó la llave del pequeño compartimento en la espaldilla del brasier para poder abrir su caja secreta de seguridad ubicada en el WTC. Ahí tenía nuevos documentos de identificación, tarjetas de crédito activas, un nuevo celular y las claves de correo, además de contraseñas para reactivar perfiles antiguos creados desde 2008 en Facebook y desde 2011 en Instagram, con fotografías reales de ella tomadas en esos años, pero con el nombre de su nueva identidad.
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Cuando llegó y verificaron el número de la caja y que su llave no fuese una falsificación, la guiaron hacia su apartado. El encargado puso su llave y la dejó sola para que ella pudiera meter la suya y activar el mecanismo que abriría el compartimento. En eso estaba cuando, cerca, reconoció a la violinista y también espía, Iryina Tredechenko. Estaba tan desmejorada y nerviosa que ni se fijó en que Lydia estaba ahí.
“Iryina”, la llamó como quien se topa con alguien conocido. Aquella giró la cabeza y, al verla, casi se soltó a llorar. Le temblaban las manos al retirar sus valores. “No sabes lo que me hicieron estos cabrones”, le respondió. “Me mandaron a trabajar en las sombras y dijeron que cuidarían de mi hijo. Me dejaron sin dinero y me abandonaron a mi suerte. Luego de verte con el cubano, volví a mi departamento después de dos meses, sólo para encontrar que lo habían abandonado. Al día siguiente murió de inanición en un hospital donde intenté que le salvaran la vida. ¡Nadie muere de eso en México!”.
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Lydia Vasilieva tragó saliva e intentó abrazarla, pero la violinista la rechazó apresurada. “Tengo que huir porque lo provocaron para matarme por dentro y para que termine en prisión. Ten mucho cuidado, tú sigues. Estaré disponible por Telegram. Tú eres la única persona que tiene mi nueva identidad, que es Anna Valerevna”.
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