Gabriel Fernández, el esposo de Lydia Vasilieva, quien resultó ser una espía rusa en territorio mexicano, no podía creer su suerte. Sin saberlo ni siquiera sospecharlo, descubrió que su mujer era una agente “informal” de la KGB. Gabriel viajó, como en varias ocasiones anteriores, a la oficina de Washington de la empresa transnacional de software donde trabajaba. Esta vez, sin embargo, cuando presentó su pasaporte y visa al agente migratorio del aeropuerto de Dulles, en lugar de permitirle pasar y dirigirse a su hotel, el agente retuvo sus papeles y le pidió amablemente que lo siguiera.
Lo condujo a una pequeña sala donde había al menos una docena de personas que, como él, tenían cara de sorpresa.
—Por favor, espere aquí —le dijo, señalando una butaca de plástico.
Gabriel le preguntó si todo estaba bien y si el trámite tardaría mucho, pues tenía una reunión de trabajo en tres horas.
—No lo sé, a veces es rápido; depende de muchas cosas —le contestó el oficial—. De cualquier forma, su teléfono celular no tiene señal aquí y está prohibido tomar fotografías y vídeo —le advirtió antes de marcharse.
Gabriel se dirigió al hombre que estaba sentado junto a él para preguntarle si sabía por qué estaban allí. Este le respondió que tenía un homónimo español que había llegado el mismo día y que tenía una ficha de Interpol por haber sido terrorista de ETA. Además, llevaba 24 horas retenido, ya que en Madrid era día feriado y nadie había podido confirmar su identidad desde su país. Tendría que esperar hasta que volvieran al trabajo y aclararan que no era el buscado. Gabriel se preocupó. Su nombre era tan común como su fecha de nacimiento. ¿Lo harían esperar tanto tiempo?
Mientras él permanecía en un cuarto de interrogación, donde revisaban detalladamente el contenido de su laptop, celular y Kindle, en la Ciudad de México, la rusa Lydia Vasilieva instalaba Telegram en un teléfono nuevo que había comprado en el mercado negro. Siguiendo las instrucciones encontradas en un compartimento secreto dentro del cajón de un clóset en su casa, buscó y escribió a la usuaria Anna Valerevna.
—¿Qué ropa tenía puesta hoy? —le inquirió su contraparte.
Lydia recordó el conjunto de medias negras, falda negra y blusa blanca de seda que portaba la guapa violinista Iryina Tredechenko, y respondió. Hubo un par de minutos de silencio, hasta que vibró el nuevo aparato.
—Seré tu тренер (handler o guía), y deberás referirte a mí siempre con el nombre de Anna —indicó el mensaje.
Lydia Vasilieva contestó afirmativamente. Su guía le dio instrucciones claras:
—Jamás uses el wifi de tu casa o de la oficina; siempre utiliza el saldo de prepago.
—¿Qué está pasando? —preguntó Lydia, alarmada.
—Imagino que la contrainteligencia nos ha descubierto y es probable que estemos en peligro, pues, al no ser parte del cuerpo diplomático, no contamos con inmunidad. Sigue el protocolo de emergencia. Ve por tu caja de seguridad en el WTC. Ahí debes tener un pasaporte y una identidad nueva, dinero, un arma y un teléfono celular con perfiles de redes sociales que incluyan tus fotografías de hace más de una década —le indicó Anna, sin saber que Lydia ya estaba tocando la llave de seguridad escondida en la espaldilla de su brasier.
En ese momento, el teléfono habitual de Lydia se activó con un tono específico, inconfundible. Había recibido un mensaje:
—Soy Calvo. Tenga cuidado. Su esposo está retenido en migración de los EE. UU. Creo que tenemos una rata que está proporcionando nuestros datos. No confíe en nadie ni siga instrucciones fuera del protocolo. Probablemente intentarán contactarla y hacerse pasar por uno de nosotros.
¡Maldita sea! ¿Ahora a quién de los dos debería hacerle caso?
Sígueme en @zolliker