Cuando la rusa Lydia Vasilieva bajó en la estación de Metrobús más cercana a su departamento, a pesar de que hacía frío, tenía la espalda empapada en sudor. Lo sintió con la brisa que corría en la Avenida Insurgentes en cuanto se colocó sus gafas oscuras. Entonces notó que también le temblaban las manos, así que las guardó en los bolsillos de sus pantalones de mezclilla. Caminaba alerta, fijándose en el ambiente por si alguien la miraba, deteniéndose incluso ante algunos aparadores para intentar observar, en su reflejo, si alguien la seguía o la miraba a sus espaldas.
Cuando al fin llegó a su edificio, le preguntó al guardia si le había llegado algún mensaje, paquete o correspondencia. Aquel buscó entre cajas y bolsas de Amazon, se disculpó porque recientemente había cambiado de turno, y al final encontró un sobre a su nombre. “Creo que es un telegrama, güerita”, le dijo con ese apodo cariñoso de siempre. Lydia dio las gracias, tomó el sobre por los márgenes y subió a su apartamento. Sacó las llaves de seguridad de la bolsa —una insistencia suya— y abrió la puerta. Rápidamente fue debajo del fregadero y sacó los guantes de uso rudo para limpiar trastes (tenía otros para lavar los baños, pero no pensó en ellos), abrió el ventanal de su comedor que daba a una pequeña terraza bien ventilada, se puso un cubrebocas N95 y se dispuso a abrir la misteriosa misiva.
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“Ahora te comenzarán a querer vender verduras a domicilio (stop). Lo uso porque ya nadie revisa telegramas viejos (stop). Me pasó lo mismo (stop). Ahora piensa primero en ti (stop). Incluso ve al mercado tú misma, no pidas nada (stop). Lo dijo él: los insectos nos comen desde dentro y tú ya en peligro (stop). Otras huérfanas compran verduras y frutas en la calle (stop). Veo y vivo lo que sufres (stop). Estoy contigo (stop). Urge limpiar clóset de (stop)”.
Se asustó muchísimo. No tenía idea de quién se lo había mandado, pero le quedaba clarísimo que no había sido su esposo y que se trataba de alguien que la conocía demasiado bien. ¿Cómo sabía el remitente que era huérfana? ¿Cómo sabía que en sus noches de insomnio leía a Kafka hasta el cansancio por la metamorfosis del insecto y que esto le causaba terror? ¿Cómo sabía que pedía el supermercado a domicilio? ¿La querrían envenenar con sus pedidos? ¿Por qué comenzar a ir al mercado cuando nunca lo había hecho antes? No mucho le hacía sentido, pero su entrenamiento la puso en guardia y estuvo a punto de quemar el papel con la hornilla de la cocina, cuando se le ocurrió ir a revisar el clóset de la recámara de visitas.
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El corazón le latía con fuerza. En aquella recámara había un librero, un sofá cama que estaba coronado por un pesado crucifijo ortodoxo que había recibido —se supone que de parte de su madre, a la que nunca conoció— como regalo de bodas. Lo miró de inmediato: lo distintivo de la cruz rusa era que, abajo, tenía otro par de brazos, inclinado como desvencijado, porque se supone que al ungido le iban a romper las piernas para que se asfixiara sin sufrir tanto, y al menos un soldado romano logró reventarle la pierna izquierda.
Con agilidad, descolgó la mentada imagen y, como autómata, comenzó a acercarla al librero, a los archiveros, y al final al clóset y sus cajoneras. De pronto, escuchó un “clic”. Abrió la gaveta inferior y encontró ahí un compartimento secreto al fondo del cajón. Dentro, una nota membretada del conservatorio ruso decía: “La operación es gigantesca. Como nunca antes de una gran guerra. Tú, yo y otros somos de los , que no pertenecemos al cuerpo diplomático y somos desechables. Compra un teléfono nuevo y manda un tele a la cuenta de Anna Valerevna, ahí te contestaré yo, la violinista”.
Continuará…
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