Dead man walking

21 de Octubre de 2024

Juan de Dios Vázquez
Juan de Dios Vázquez

Dead man walking

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Esta es una columna que no quiero escribir. La he evitado en mis programas y publicaciones durante casi un año. Sé bien que, diga lo que diga, será usado en mi contra. Sin embargo, es algo que se tiene que discutir.

El conflicto entre Israel y Palestina no es nuevo, pero en los últimos meses ha alcanzado un nivel de brutalidad y desesperación que lo ha hecho imposible de ignorar. Los ataques del 7 de octubre de Hamás contra Israel, que dejaron cientos de muertos, y la represalia israelí sobre Gaza, que ha cobrado miles de vidas, son solo los últimos episodios de una historia de violencia, odio y venganza que parece no tener fin.

Sin embargo, más allá de los titulares y las cifras, hay algo profundamente inquietante en la forma en que se está llevando a cabo esta guerra. Tanto Hamás como el gobierno israelí han adoptado posturas que no dejan espacio para la reconciliación o la paz. Se habla de la eliminación de líderes y de la destrucción total de la infraestructura del enemigo, de “acabar” con la amenaza de una vez por todas. Y en medio de todo esto, las víctimas son, como siempre, los civiles.

Uno de los protagonistas más visibles en este escenario era Yahya Sinwar, líder de Hamás en Gaza, quien fue asesinado el jueves pasado. Para Israel, Sinwar era el mastermind detrás de los ataques del 7 de octubre. No es sorprendente que, en la retórica israelí, Sinwar haya sido calificado como un dead man walking, un hombre condenado que sigue respirando, pero cuyo destino está sellado.

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Y aunque su eliminación fue vista como un paso crucial para la seguridad del país, su muerte plantea más preguntas que respuestas.

Yahya Sinwar no era un desconocido. Nacido en el campo de refugiados de Khan Younis, su vida estuvo marcada por la lucha palestina y la resistencia contra la ocupación israelí. Pasó más de 20 años en una prisión israelí antes de ser liberado en un intercambio de prisioneros en 2011. Durante su tiempo en prisión, se forjó una reputación como un líder despiadado, capaz de infligir violencia no solo contra sus enemigos israelíes, sino también contra aquellos dentro de Hamás que consideraba traidores.

Sin embargo, su papel en la política de Hamás lo convirtió en un líder fundamental. Sinwar fue clave en la transformación de Hamás, asegurando apoyo militar y financiero de Irán y manteniendo una relación complicada pero estratégica con Egipto.

Lo que es interesante, y peligroso, en este conflicto, es la forma en que se construyen las narrativas del enemigo. Para Israel, Sinwar y Hamás representan el mal absoluto. Para Hamás, Israel es un ocupante colonial que debe ser expulsado a toda costa. En esta dicotomía no hay espacio para matices, ni para reconocer el dolor y el sufrimiento del otro. Y cuando se reduce el conflicto a una simple batalla entre el bien y el mal, cualquier acto de violencia, por atroz que sea, puede ser justificado como necesario o incluso virtuoso.

La muerte de Sinwar no acaba con Hamás ni traerá paz a la región. Al igual que ha sucedido con otros movimientos de resistencia en todo el mundo, la muerte de un líder suele dar lugar a la aparición de otros, a menudo más radicales y violentos.

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Mientras tanto, Gaza continúa bajo asedio. Los bombardeos israelíes han destruido gran parte de la infraestructura civil y miles de palestinos han muerto. Las cifras son horribles, pero no reflejan el sufrimiento cotidiano de la población civil: familias separadas, niños huérfanos, barrios enteros arrasados. Muchos de estos civiles ni siquiera apoyan a Hamás, pero no tienen forma de escapar de la violencia.

Es imposible no sentir indignación ante lo que está sucediendo en Gaza. La brutalidad de los ataques israelíes, bajo la justificación de la defensa propia, ha sido condenada por organismos internacionales, pero sin resultados tangibles. El bloqueo a la entrada de ayuda humanitaria y la falta de acceso a servicios básicos son una forma de castigo colectivo que viola los derechos humanos más fundamentales.

Lo más frustrante de este conflicto es la sensación de que todo esto ya lo hemos visto antes. Cada pocos años, hay una nueva guerra entre Israel y Gaza. Cada vez hay más muertos, más odio, y menos esperanza de una solución pacífica. Los líderes de ambos lados, ya sea Netanyahu o el sucesor de Sinwar, parecen incapaces o no dispuestos a buscar un camino diferente.

Lo que más me duele de escribir esta columna es la sensación de impotencia. Como columnista y como ser humano, siento que estoy obligado a hablar de esto, a señalar las atrocidades y la violencia que están ocurriendo. Pero también siento que, al hacerlo, no estoy cambiando nada. La maquinaria de la guerra sigue funcionando, los muertos siguen acumulándose, y los líderes siguen justificando sus acciones en nombre de la seguridad o la resistencia.

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El dead man walking no ha sido sólo Sinwar. Es toda la región, atrapada en un ciclo de muerte y destrucción del que parece difícil escapar. Sin embargo, la historia nos enseña que incluso en los conflictos más oscuros, siempre hay posibilidades de cambio. La clave está en que los actores involucrados, junto con la comunidad internacional, no se rindan en la búsqueda de soluciones. Las heridas son profundas, pero no insalvables.

Nosotros, los que observamos, no estamos condenados a la impotencia. A pesar de la complejidad del conflicto, nuestro papel es seguir impulsando diálogos constructivos, promover el entendimiento y rechazar la violencia como única vía. Las palabras y acciones, por pequeñas que parezcan, tienen el poder de influir en el futuro. Si algo podemos aprender de la historia, es que los ciclos se pueden romper.

Y he aquí la realidad: el verdadero dead man walking no es sólo un individuo. Es la idea de que este conflicto no tiene solución alguna. Si dejamos que esa creencia se asiente en nosotros, estaremos atrapados, caminando sin rumbo a un fin seguro. Dejar que esa idea prospere es aceptar un destino que no podemos permitir.