Si bien los estragos que ha causado la violencia propiciada por el narcotráfico se remonta a varios sexenios atrás, durante el sexenio de Manuel López Obrador la situación alcanzó niveles insospechados con la estrategia de ”abrazos y no balazos”, lema que al principio pudo haber parecido una ocurrencia chusca y populista, muy común en ese presidente, pero hoy no hay duda, afirman analistas, de que constituyó una estrategia tolerante y de complicidades con el crimen organizado, incrustado en los más altos niveles políticos, económicos y de seguridad del país.
Ante la indulgencia dispensada al crimen organizado por el presidente anterior, desde entonces el Estado ha evitado tomar las medidas necesarias para combatirlo. No hay precepto ético alguno que pueda justificar su cohabitación ilícita. La percepción social es que los criminales la tienen harta y abatida.
La delincuencia organizada, hoy transnacional y diversificada, se ha constituido en un reto imposible de contener en el corto plazo, o incluso, en el mediano plazo, no digamos abatirlo, lo que no sucederá, por el alto poder en armamento, financiero y organización que caracterizan a estos grupos.
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La tarea no es sencilla ya que se trata de recuperar zonas del territorio nacional a manos de los criminales y reestablecer la autoridad y potestad del Estado; depurar y fortalecer instituciones de justicia, investigación y seguridad; y consolidar el Estado de derecho, hoy destrozado desde las más altas esferas del obradorato, medidas que requieren reformas profundas y años de trabajo. Sin omitir puntos fundamentales como el consumo de drogas en Estados Unidos, el tráfico de armas y lavado de dinero.
Queda la impresión que la presidente Claudia Sheinbaum se ha visto en la necesidad de dar un viraje a la política de “abrazos y no balazos”, no por convicción propia, sino por la presión del presidente estadounidense, otorgando a las fuerzas militares y a la Guardia Nacional, a diferencia del sexenio anterior, mayor libertad de acción para el decomiso de armas, drogas y laboratorios de fentanilo, capturas de criminales y confrontación directa con los cárteles. Pero realmente no se observa una estrategia de seguridad integral, sólo de balazos para rendir cuentas al país vecino, balazos que tanto había criticado el obradorato.
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Bajo presión arancelaria del mandatario estadounidense, la presidente mexicana, en un hecho sin precedentes y sin un proceso legal claro, entregó a Estados Unidos a 29 líderes criminales y acordó con su contraparte de ese país blindar la frontera norte con 10 mil elementos de seguridad. En torno a mayores amenazas, el Departamento de Estado declaró a seis cárteles mexicanos como organizaciones terroristas extranjeras, en tanto que la inteligencia de ese país mantiene una permanente vigilancia al territorio mexicano con drones y aeronaves, situaciones deplorables para la soberanía mexicana.
Ante la crítica situación de violación a los derechos humanos, la ONU ha hecho un llamado a las autoridades mexicanas para que investiguen imparcial y exhaustivamente los hechos recién descubiertos en el rancho Izaguirre, en Jalisco, al parecer utilizado por el Cártel Jalisco Nueva Generación como centro de entrenamiento y exterminio, a lo que se suma la pronta presencia del nuevo embajador Ronald Johnson, ex-boina verde y exagente de la Agencia Central de Inteligencia, quien ha considerado la relación con México como “única” en función de la prosperidad y la seguridad del pueblo estadounidense.
Empero lo anterior, como problema transnacional, el narcotráfico no lo pueden resolver por sí solos México o Estados Unidos, requerirán invariablemente de esquemas de cooperación mutua, de lo contrario la lucha estará destinada al fracaso, lo que no implica necesariamente el repliegue del ejercicio soberano. Ante la compleja personalidad del presidente Donald Trump, la cooperación dependerá del sello que impriman los presidentes de ambos países, hoy desbalanceada hacia un lado, del mexicano.