En sus primeros cien días en el cargo el presidente Donald Trump ha ejercido una fuerte presión y amenazas a México en materia de seguridad y combate al crimen organizado, so pena de incrementar aranceles a los productos que México exporta a ese país, incluso, bajo amenazas de intervenciones militares con anuencia o no de México.
A pesar del cordón umbilical que la une con el obradorismo y la presión estadounidense, la presidente Claudia Sheinbaum ha tenido que dar un giro, sino diametral si lo suficientemente convincente, a la demagógica estrategia de “abrazos y no balazos”, del laissez-faire, esa de acuerdos políticos con grupos criminales que tanto defendía, con un enfoque diferente al de su antecesor, más confrontativo y de coordinación con Estados Unidos.
Sheinbaum no ha tenido mucha movilidad ante el impulsivo e irracional Trump, donde claramente no ha habido negociación alguna sino imposición de los caprichos del estadounidense. A la presidente no le quedaban muchas alternativas más que la confrontación, por la que no optó, o la complacencia, ante unos vínculos de poder asimétricos en la relación bilateral con México, una mandataria lo suficientemente dócil para los propósitos de Trump y una política exterior mexicana sin volumen internacional. La cancillería mexicana parecería sólo jugar un papel de oyente.
Trump no está acostumbrado a negociar sino a exigir, su personalidad me recuerda algunos rasgos de Harry Haller, el protagonista de la magnífica novela “El lobo estepario” de Hermann Hesse, en torno al desarraigo, la desconexión social y la agresividad, que deriva en un hombre solitario. Parece que para el presidente no existen amigos, socios o aliados, sólo habría súbditos, tributarios y obedientes. Un lobo estepario puede ser metafóricamente una persona insatisfecha consigo misma y la vida.
A solicitud de Trump México desplegó 10 mil elementos de seguridad en la frontera norte y entregó a Estados Unidos a 29 criminales que se encontraban en cárceles mexicanas. Asegura que el crimen organizado es una amenaza para la seguridad nacional de su país, el cual tiene una “alianza intolerable” con el gobierno mexicano y recibe “refugio seguro”; declaró emergencia nacional en la frontera entre ambos países, siendo en realidad la principal causa de esta tragedia el amplio mercado de consumo de drogas estadounidense, pero no lo dice. El exembajador de Estados Unidos en México, Ken Salazar, dijo que el entonces presidente Manuel López Obrador “había cerrado las puertas a la cooperación antinarcóticos”. Obvio, usted interprételo estimado lector.
Entre los criminales enviados a Estados Unidos se encuentra un trofeo muy preciado por ese país, Rafael Caro Quintero, por el asesinato del agente encubierto de la DEA, Enrique “Kiki” Camarena en 1985, a lo que se han sumado otras preseas como Ismael “el Mayo” Zambada y Joaquín Guzmán López, hijo del encarcelado Joaquín “El Chapo” Guzmán, del Cártel de Sinaloa.
Sheinbaum recibió de su antecesor un país sumido en desgracia en seguridad, con incontenibles organizaciones como los cárteles Jalisco Nueva Generación y de Sinaloa. Para cumplir con Estados Unidos la presidente se ha visto en la necesidad de incrementar y promocionar los arrestos de criminales, destrucción de laboratorios e incautación de drogas y armas durante su corto periodo presidencial. Además, es obvio el espionaje y la inteligencia estadounidense en territorio nacional sin la anuencia del gobierno mexicano, en la frontera norte y zonas de interés, mediante vuelos, drones y recorridos marítimos.
Una alianza concertada entre los dos países contra el crimen organizado podría ser muy fructífera, pero por ahora esto parece sólo ser buenos deseos. La escalada de amenazas contra México resulta contraproducente para la cooperación; revertir la enorme corrupción que ha propiciado el crimen organizado en México en los círculos políticos, económicos y de seguridad es otro gran reto. El contubernio del gobierno anterior con el crimen organizado ha escalado demasiado.