Las leyes deberían de ser un reflejo de la justicia. Sin embargo, hemos aprendido que la neutralidad del derecho es, muchas veces, una ilusión construida por los grupos de poder imperantes.
Detrás de la diversa normativa, subyacen estructuras de poder que han privilegiado algunas miradas mientras han relegado a otras. En este contexto, la perspectiva de género no constituye una moda o una concesión benévola; sino una impostergable exigencia a efecto de poder construir sistemas legales, que sean verdaderamente justos e incluyentes.
Tradicionalmente, el derecho se ha presentado como un mecanismo imparcial, un conjunto de normas que nos rigen sin distinción de género o condición. Sin embargo, ¿esto es cierto? Basta con revisar para notar que la legislación, como muchas otras formas de normativa escrita o producto de la costumbre, surgieron desde la experiencia masculina, asumiendo que era la única válida.
Las mujeres han tenido que luchar en muy diversas formas para poder obtener, gozar y ejercer diversas libertades y derechos que hoy solemos dar por sentados. Ejemplos claros de ello, son el derecho al voto, la posibilidad de poseer bienes, el acceso a la educación en condiciones de igualdad e incluyentes o la capacidad de decidir acerca de su propio cuerpo. Cada una de estas conquistas, ha implicado años, décadas e incluso siglos de resistencia frente a un derecho que, lejos de ser neutral, reflejaba y reforzaba desigualdades estructurales de nuestras sociedades. El derecho no es algo abstracto, sino el producto de una sociedad que lo crea y lo interpreta. Por ello, cuando una sociedad se encuentra marcada por desigualdades de género, el derecho no permanece inmune a ellas.
El incorporar la perspectiva de género en el derecho, no implica sino reconocer que las leyes y las normas impactan a las personas de manera diferenciada. Porque no es lo mismo legislar “neutralmente” acerca de temas laborales, sin considerar que muchas mujeres realizan dobles y hasta triples jornadas, combinando empleos remunerados con las tareas domésticas. Para que un sistema legal sea verdaderamente equitativo, debe considerar desde su creación, el impacto diferenciado que tienen las normas en las personas; y, también, diseñar mecanismos que no sólo reparen las injusticias históricas, sino que, prevengan su reproducción y perpetuación.
Lo anterior, implica la revisión de los marcos normativos existentes con una perspectiva crítica. Pues, muchas leyes han sido redactadas bajo la suposición de que todos los sujetos de derecho tenemos las mismas condiciones, lo cual, es falso. Por ello, necesitamos normas que partan de la realidad de las personas y no de abstracciones teóricas y jurídicas. También debería ser claro qué implica garantizar el acceso efectivo a la justicia, la eliminación de barreras económicas, sociales y culturales que impiden que las mujeres puedan hacer valer sus derechos y disfrutar de sus libertades humanas. Asimismo, es indispensable que los responsables de prevenir, procurar e impartir justicia, sean formados con perspectiva de género para evitar interpretaciones sesgadas que perpetúen las diversas formas de discriminación que, sabemos que existen. Finalmente, parecería imperativo promover políticas públicas basadas en datos desagregados, pues, sin estadísticas claras acerca de cómo afectan las normas a los diferentes sectores sociales, no es posible diseñar soluciones efectivas para nadie.
Aunque, todo lo anterior pareciera claro, la incorporación de una perspectiva de género efectiva en el derecho sigue encontrando resistencias. Desde aquellos que ven este tema como una imposición ideológica, hasta aquellos que, con discursos mucho más sofisticados, argumentan que el derecho ya garantiza la igualdad y que no es necesaria su modificación o adecuación. Pero, la realidad desmiente esto último porque la violencia de género sigue siendo alarmante, las brechas salariales persisten y los espacios de poder siguen siendo mayoritariamente masculinos.
Por ello, es claro que no basta con cambios cosméticos que se hagan en la legislación. Lo que se necesita es una profunda transformación cultural que atraviese y se refleje en todas las ramas del derecho: civil, penal, laboral y administrativo.
La construcción de sistemas legales con perspectiva de género, no sólo es una cuestión de justicia, sino también, de democracia. Una sociedad que se llama democrática no puede permitir que el derecho sea un mecanismo de exclusión y desigualdad.