El arribo de una mujer a la presidencia de México –como es el caso de Claudia Sheinbaum, con todo el equipaje de su trayectoria– requiere desde ahora una reflexión prudente más allá de la sola circunstancia de género. Puede convertirse, de acuerdo con sus resultados, en un punto de inflexión y nuevo derrotero en la historia política del país.
Este hecho, que rompe con siglos de dominio masculino en la política, debe lograr un impacto que trascienda la coyuntura, la anécdota o el simbolismo. Podríamos estar frente a un cambio estructural en la percepción del poder, la inclusión de las mujeres en los espacios decisivos y la ampliación de los valores democráticos con otra visión distinta de la desigualdad de género. Esta sería la verdadera “revolución sexual”, porque toda diferencia de género es en el fondo un asunto de sexualidad. Biológica o social, como nos enseñó Simone de Beauvoir.
Este es un país donde cada día (en promedio) son asesinadas entre nueve y 10 mujeres por violencia de género. Una decena diaria de feminicidios casi siempre impunes. Una mujer en poder representa mucho más que la culminación de una carrera política exitosa.
Este evento debe ser un mensaje poderoso a la sociedad: las mujeres tienen no sólo el derecho, sino la capacidad de asumir las posiciones más altas de poder y de influir directamente en la construcción de una agenda política centrada en la equidad y en el combate a la violencia. Ese es el verdadero reto, más allá de la algarabía del inicio.
En muchos lugares del mundo contemporáneo –por no hablar de Catalina la Grande en Rusia o Isabel en Inglaterra–, las mujeres que han alcanzado altos cargos de poder, como Angela Merkel en Alemania o Jacinda Ardern en Nueva Zelanda, han demostrado que su liderazgo no solo es efectivo, sino que introduce una nueva forma de gobernar, más inclusiva y empática.
En otros casos la presencia femenina no cambió las estructuras políticas. La guerra en Israel irremediablemente nos recuerda también a Golda Meir.
En el caso nuestro, resulta altamente deseable que una mujer al mando genere una transformación que destierre la desigualdad, la corrupción y la inseguridad, no que repita –a lomos de un partido político empeñado en dogmas y falacias–, el funcionamiento y la persistencia de las estructuras que causaron esos graves defectos.
Históricamente, la política en México ha sido asunto de hombres.Aunque ha habido avances como la paridad de género en las candidaturas o la integración de gabinetes progresistas, las mujeres hemos enfrentado barreras para acceder a los más altos niveles de poder.
Hoy los Tres Poderes de la Unión están en manos de mujeres, así como la política interior y el partido más poderoso del país. Lo notable no es eso, lo importante es saber qué hacen con ese poder.
¿Repetir o avanzar? He ahí el dilema.
Que una mujer ocupe la presidencia es un reflejo de las luchas feministas que han impulsado reformas para garantizar la participación equitativa de las mujeres en la política. Pero hasta ahora es un camino inconcluso.
En un país que ha estado marcado por la historia de corrupción y la desigualdad; la violencia y la mentira, el liderazgo de una mujer debe gobernar de otra manera. Muchos analistas señalan que la paridad en la toma de decisiones políticas trae consigo una agenda más inclusiva y menos orientada al conflicto, lo cual resultaría conveniente en un contexto polarizado como el mexicano.
Además una mujer debería comprender la necesidad de una mayor apertura hacia otros grupos marginados, como las comunidades indígenas o la población LGBTQ+, con avances en el respeto a los Derechos Humanos, la tolerancia y la protección de los sectores más vulnerables de la sociedad. También debe promover la remoción de las barreras contra las mujeres en el campo laboral, salarial, económico y social.
Ver a una mujer en el cargo más alto del país debe cambiar las narrativas sociales y culturales sobre los roles y papeles. Ese hecho resultará, por sano contagio, en una inspiración para futuras generaciones, a través de la comprobación de que no hay límites para la participación con capacidad.
México --en el mapa global—ofrece un referente de equidad. Otros países en América Latina, como Argentina y Brasil, ya han tenido presidentas. También Costa Rica, Nicaragua, Argentina y Chile. Ninguno registró, por ese solo hecho, ninguna revolución. Siguieron como siempre, pero este signo de modernidad y avance, nos puede colocar en un campo de excelencia en las relaciones internacionales gracias a políticas de mayor apertura, inclusión y derechos.
Por eso, una mujer a la presidencia de México no es solo un símbolo de progreso, sino un paso decisivo hacia una política más inclusiva y representativa y también una oportunidad de realizar cambios profundos en las estructuras que han perpetuado la desigualdad de género. Un nuevo capítulo en la lucha por una sociedad más justa y equitativa.