México tiene una deuda histórica con los pueblos indígenas y afromexicanos. Desde la época colonial, estas comunidades han sido excluidas, marginadas y discriminadas.
En un intento por corregir este legado de injusticias, el Congreso Federal aprobó recientemente una reforma que, por primera vez, reconoce a los pueblos indígenas y afromexicanos como sujetos de derecho público, dotándolos de personalidad jurídica y patrimonio propio.
El primer reconocimiento oficial hacia los pueblos indígenas en México ocurrió en 1992, durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Ese año se reformó el Artículo 4 de la Constitución, estableciendo a la nación mexicana como pluricultural, basada en la existencia de sus pueblos indígenas. Aunque este cambio representó un avance simbólico importante, fue limitado. No incluyó derechos específicos ni garantizó la autonomía o la autodeterminación de las comunidades indígenas. En ese sentido, la reforma fue más declarativa que sustancial, dejando sin resolver muchas de las demandas históricas de estas comunidades.
El reconocimiento se profundizó en 2001, en respuesta a las demandas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), después del levantamiento de 1994 en Chiapas.
La reforma al Artículo 2 de la Constitución introdujo el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas a la libre determinación, a la autonomía y a la preservación de sus lenguas, culturas y sistemas normativos. Pero muchas de las demandas de los pueblos originarios como la consulta previa, el control sobre su territorio y una verdadera autonomía, quedaron insatisfechas.
Por su parte, las comunidades afromexicanas, que habían sido ignoradas por completo en la legislación, no recibieron reconocimiento constitucional hasta 2019. Si bien este reconocimiento fue un paso importante, sigue siendo insuficiente para resolver las demandas de justicia, inclusión y representación que estas poblaciones han reclamado durante décadas.
La nueva reforma constitucional, aprobada en el Congreso Federal en el gobierno de López Obrador, marca un avance significativo al otorgar reconocimiento pleno a los derechos de más de 23 millones de indígenas o afrodescendientes.
Otro de los puntos relevantes de la reforma es el reconocimiento de su derecho a la autonomía y autodeterminación, lo que permitirá a los pueblos organizar su vida social, política, económica y cultural conforme a sus propias costumbres y tradiciones. Ejercer estos derechos implicará el control directo sobre sus territorios y recursos, otorgándoles opinión y actuación en las decisiones que impactan su vida y sus hábitos sociales.
Este paso es crucial para transformar las estructuras de poder entre el Estado y los pueblos originarios, y para avanzar hacia una relación justa y equitativa. Las comunidades indígenas y afromexicanas podrán participar activamente en decisiones que antes se tomaban sin su consulta, muchas veces afectando gravemente sus territorios y formas de vida, especialmente en áreas como la minería y proyectos con alto impacto ecológico.
No obstante, aunque estas modificaciones representan un avance considerable, su aplicación enfrenta serios desafíos. Entre ellos la resistencia de ciertos sectores políticos y empresariales que perciben estos cambios como una amenaza a sus intereses económicos, particularmente en regiones ricas en recursos naturales.
El desarrollo de grandes proyectos mineros o energéticos en tierras indígenas ha sido un foco de conflicto durante décadas, y la vigencia jurídica de derechos como la consulta previa podrían generar tensiones entre las comunidades y los actores económicos. Ahí debe entrar la espada de la justicia.
Además, existe la resistencia de algunos gobiernos estatales, acostumbrados a ejercer un control sobre los territorios indígenas. Esta resistencia puede dificultar que la reforma tenga un impacto real y profundo, ya que muchos de estos gobiernos podrían intentar minimizar o bloquear los derechos recién adquiridos por las comunidades.
Otro obstáculo es la falta de infraestructura institucional y política para garantizar que los derechos consagrados en la reforma sean respetados y aplicados en la práctica. Las comunidades indígenas y afromexicanas no solo necesitan reconocimiento legal, sino también recursos y apoyo institucional que les permitan ejercer sus derechos de manera efectiva.
Sin el respaldo del Estado para implementar políticas públicas específicas y proveer los recursos necesarios, se corre el riesgo es que la reforma quede como una declaración de intenciones sin consecuencias reales.
La reforma constitucional indígena y afromexicana no es sólo una cuestión de derechos legales; es una batalla por el reconocimiento de la dignidad e identidad de pueblos históricamente invisibilizados. Su aprobación es un paso significativo hacia una sociedad más inclusiva y plural, pero el éxito de la reforma dependerá de su implementación efectiva. ¿Será esta reforma el inicio de una nueva era de justicia social en México, o se quedará como otro documento lleno de promesas incumplidas? Solo el tiempo y la acción política lo dirán.