Para cualquier gobierno, una estrategia de seguridad —y cumplir con ella— es crucial para garantizar la estabilidad interna, proteger la soberanía y preservar el bienestar, las posesiones y la vida de sus ciudadanos.
Pero ¿qué pasa cuando algunos de esos elementos se tambalean en el torbellino de la violencia que no cede ante el reclamo de gobernantes y ciudadanos?
A unos días de asumir su cargo como presidenta de México, Claudia Sheinbaum presentó un plan de seguridad cuya entraña se distancia de la “guerra contra el narco” y el uso del ejército como solución inmediata de confrontación directa, pero también evita el simplismo de los “abrazos, no balazos”, en busca de un terreno intermedio.
Su estrategia pone, sin embargo, el acento en la prevención y atención a las causas, lo cual es apostar al futuro. Este enfoque prioriza programas sociales y medidas preventivas para reducir la violencia, en lugar de recurrir a una respuesta puramente punitiva. Un reto para esta administración será demostrar que esta forma de actuación, cuyos logros en lo esencial no fueron suficientes en la administración anterior, puede ser eficaz en todo el país, donde la inseguridad y la violencia tienen causas y dinámicas diversas en varias regiones al rojo vivo.
Esta estrategia contra la delincuencia pretende corresponder al contexto actual, en el que el crimen organizado echa mano hasta de la inteligencia artificial para cometer sus delitos.
Por eso, la tecnología debe ser una herramienta indispensable en la lucha contra el crimen, sin dejar de lado, para su implementación, la enorme desigualdad entre regiones del país en cuanto a infraestructura tecnológica.
En estados rurales o en áreas con poca presencia del Estado, la instalación de cámaras, sensores y centros de comando (como el C5 en la CDMX) podría ser mucho más difícil y costosa. Además, la falta de coordinación entre autoridades locales y federales ha sido un problema histórico en México.
El éxito de la estrategia de modernización tecnológica dependerá en gran parte de la capacidad del gobierno de generar una coordinación efectiva entre distintas instancias de seguridad.
La tecnología no falla; pueden fallar quienes la operen. Además, la tecnología, por sí sola, no resuelve problemas como la corrupción dentro de las fuerzas de seguridad o la colusión entre el crimen organizado y algunos sectores gubernamentales, como hemos visto de manera horrible en Guerrero y Sinaloa.
Por otro lado, si el énfasis de la estrategia es la prevención del delito, entonces la seguridad no solo se debe abordar desde una perspectiva policial, sino también desde una dimensión social. Se necesitarán programas sociales orientados a jóvenes en situación vulnerable, así como inversión en educación, empleo y desarrollo social en las zonas más conflictivas.
A nivel federal, se tendría que demostrar la capacidad de generar resultados rápidos en contextos más complejos y violentos.
No podemos dejar de lado que, en ámbitos de violencia aguda como los que viven Michoacán, Guerrero o Zacatecas, las políticas preventivas y sociales tienden a ser de largo plazo, mientras que los ciudadanos exigen soluciones inmediatas frente a la realidad cotidiana.
El gran reto será balancear la necesidad de atacar de manera inmediata a los cárteles y grupos armados, y al mismo tiempo mantener programas sociales que tardan en mostrar resultados. En el corto plazo, el gobierno puede ser percibido como ineficaz si no hay una rápida reducción de la violencia, lo cual parece distante a la luz de los hechos del primero de octubre a esta fecha. “Muy temprano para juzgar”, se dirá. Y es relativamente cierto: 18 años de fracasos acumulados nos han vuelto impacientes.
Por otra parte, el papel de la Guardia Nacional, ahora adherida a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) se perfila como un pilar en dicha estrategia y se presenta como una garantía en la lucha contra el crimen organizado. Pero este movimiento también trae consigo serias implicaciones.
La inclusión de la Guardia Nacional ha sido objeto de críticas por varios sectores, tanto nacionales como internacionales, que ven en esto un riesgo de militarización de la seguridad pública.
Aunque se evite el término “guerra contra el narco”, la creciente militarización bajo la Sedena genera preocupaciones sobre el balance de poder entre el Estado civil y las fuerzas armadas, así como el impacto en los derechos humanos.
Este gobierno tendrá que gestionar cuidadosamente esta parte de su estrategia para no caer en el error de sus predecesores, que vieron en el ejército la única solución a la violencia, con resultados mixtos y, en muchos casos, catastróficos.
La aplicación de estos programas en un país con altos niveles de pobreza, desigualdad y corrupción puede encontrarse con barreras.
Los programas sociales tienen que ser sostenibles, transparentes y aplicados sin intenciones electorales para que sean efectivos en la prevención del delito. Además, los cárteles, en muchas regiones, han llenado el vacío dejado por el Estado, proporcionando empleo y servicios a las comunidades locales.
Para tener éxito, el gobierno necesitará no solo financiamiento, sino también la capacidad de competir directamente con las redes de apoyo que las organizaciones criminales ofrecen en muchas comunidades y que tendrán que ser derribadas, con estrategia, con prevención, con tecnología, como sea…