La muerte de Mario Vargas Llosa ha reavivado uno de los debates más antiguos, incómodos y necesarios del mundo literario: ¿se puede separar la obra del autor? La pregunta parece inofensiva, pero detrás de ella se esconden una serie de implicaciones que no pueden soslayarse. Porque no estamos hablando solamente de gustos personales, sino del alcance cultural y político que tienen los creadores en nuestras sociedades. Y en el caso de Vargas Llosa, esa influencia es incuestionable.
Premio Nobel, autor indispensable del boom latinoamericano, creador de obras fundamentales como Conversación en La Catedral, La ciudad y los perros o La fiesta del chivo, Vargas Llosa marcó generaciones enteras y definió un estilo. Pero también fue, en los últimos años, una figura política cada vez más controversial, defensor acérrimo del neoliberalismo y de líderes ultraconservadores como Jaír Bolsonaro, VOX o Javier Milei.
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Algunos lo justifican bajo el argumento de que sus posturas políticas no deberían empañar su obra literaria. Pero, ¿qué pasa cuando un autor utiliza justamente su prestigio artístico para legitimar discursos de odio, misoginia o exclusión? ¿Qué ocurre cuando el mismo creador que te hizo amar la literatura afirma que el feminismo radical es “el más resuelto enemigo de la literatura” o que defender el aborto en casos de violación es una “estupidez” propia de una “derecha cavernaria”?
El caso de Vargas Llosa no es único. Basta recordar a J. K. Rowling, autora de la saga de Harry Potter, cuya postura transfóbica ha generado una fractura irreparable con una parte importante de sus lectores. Desde 2020, Rowling ha publicado una serie de mensajes y artículos donde expresa su rechazo a las identidades trans, disfrazados de una supuesta defensa de las mujeres. Su influencia ha sido tal, que muchas personas trans y no binarias han dejado de consumir su obra, señalando que sus palabras alimentan una narrativa peligrosa que puede terminar en violencia real.
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No es casualidad que, mientras celebridades y figuras públicas cuestionan las ideas de Rowling, crímenes como el transfeminicidio de Sara Millerey sigan ocurriendo. La joven fue asesinada brutalmente en Colombia y, en lugar de condenar la violencia, buena parte de las discusiones en redes sociales giraron en torno a su identidad de género. Como si la legitimidad de su expresión fuera más relevante que la atrocidad del crimen. Como si seguir viva dependiera de que alguien la reconociera como “real”. Esa deshumanización, que empieza en discursos “opinables” de figuras influyentes, termina cobrando vidas.
Por eso, más que preguntarnos si se puede o no separar la obra del autor, deberíamos cuestionar si queremos seguir usando nuestros espacios para amplificar voces que hacen daño. Porque no es lo mismo el pensamiento privado de un creador que el uso público de su plataforma para promover ideas que excluyen, desinforman o deshumanizan.
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La defensa de Vargas Llosa a figuras como Bolsonaro y Milei no fue accidental. En sus últimos años, el autor se mostró cada vez más alineado con posturas extremas de derecha, justificando retrocesos en derechos sociales en nombre de la libertad económica. Su desprecio por movimientos feministas, sus enfoques clasistas y a veces hasta racistas sobre ‘la buena literatura’, su minimización de problemáticas como la violencia de género o su tibieza ante causas progresistas no eran simples opiniones: eran posicionamientos que, al provenir de una figura de su talla, terminaban por validar discursos peligrosos.
Aún así, es innegable que se ha ido el último autor vivo del boom latinoamericano. Un referente literario ineludible, cuya pluma transformó la forma de contar América Latina y cuya narrativa deslumbró incluso a sus críticos. Pero también se fue un político que quemó buena parte de su prestigio en su afán de legitimar ideas contrarias a los derechos humanos.
Entre su legado literario y sus controversias políticas, Mario Vargas Llosa deja un vacío difícil de llenar. Y tal vez, esa es la respuesta más honesta al dilema que nos deja su partida: quizá no se trata de separar al autor de su obra, sino de aceptar que, a veces, ambas cosas pueden convivir en una misma contradicción.