Uno a uno las y los periodistas fueron llegando a la sala de redacción. Era demasiado temprano para ser sábado y más extraño siendo primero de enero. En ese entonces era muy nueva la oficina y quienes vivíamos al sur o éramos nuevos en el oficio reporteril llegamos muy pronto ante el llamado de urgencia. Hubo quienes ni siquiera pudieron cambiarse la ropa de fiesta, seguramente ni siquiera habían dormido.
Atónitos todos, aún con poca información, escuchábamos de los editores cómo México se había despertado en guerra. Y entre papeles desordenados y caminatas por los pasillos, se planeaba una cobertura para un país en guerra.
Sí, desde Chiapas los indígenas zapatistas habían desafiado al Estado y ya el Ejército los estaba combatiendo. Era 1 de enero de 1994, y el presidente Carlos Salinas.
Antes, en 1993 había sido asesinado en Guadalajara al cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, en manos de sicarios del narcotráfico. Así, la década de los 90 estaría llena de una abrumadora turbulencia, que debilitó los hilos y cimientos del poder tradicional, un proceso que no fue fulminante sino lento y tortuoso, y también absurdo.
Dos meses después, en la misma redacción, que era la del periódico Reforma, entre bromas y definiendo notas corría un miércoles muy normal, hasta que alguien subió el volumen de una de las televisiones, luego de otra y otra. Algo había pasado. Así que poco a poco nos colocamos todos alrededor de cada una de las pantallas.
Y entonces nos enteramos, le habían disparado al candidato Luis Donaldo Colosio. No había más información. Era la tarde del 23 de marzo de 1994. Primero el silencio, ese que ocurre cuando el miedo y la incertidumbre no te deja articular palabra. Sentíamos todos que el país se hundiría. Luego algún editor gritó que verificáramos la información, que buscáramos en todos lados. Así lo hicimos.
Algunos hicimos guardia en el aeropuerto, otros en la entonces Procuraduría General de la República, algunos más en la casa de Colosio. Todo lo que se pudo hacer se hizo. Casi nadie durmió y el miedo sólo lo diluyeron con el paso de los días.
Si los zapatistas habían debilitado al poder, el crimen de Colosio lo cimbró.
Y justo ahora ya son 30 años de ejercicio periodístico, de haber comenzado con un grupo de jóvenes recién egresado de las universidades que encontraron en el periódico Reforma el camino en el que creíamos que cambiaríamos al país informando profesional y éticamente; sin descanso, buscando, investigando, develando la corrupción, teniendo el valor de pararnos frente a los hombres y mujeres de poder y cuestionarlos, aunque no les gustara y se enojaran, aunque presionaran o trataran de corromper. Sólo buscábamos hacer un servicio a la sociedad y que cada persona pudiera decidir de manera libre e informada por un país mejor.
El camino no ha sido fácil, más bien sinuoso. Pero quizá lo más difícil de comprender es cómo en 30 años las discusiones dentro del poder, dentro de las instituciones, sean las mismas o peores, al igual que las injusticias, los abusos y excesos. ¿Qué pasó?
Fallaron muchas cosas, los partidos no estuvieron a la altura ni teniendo el poder ni como contrapeso; servidores públicos de organismos autónomos que no siempre hicieron o hacen su trabajo; y las instituciones sociales (academia, barras y asociaciones, por ejemplo) que no muestran ser tan sólidas como para articularse y defender espacios necesarios. Y ahora que se requiere invertir en el periodismo de la mayor calidad que se haya visto en la historia de este país, sólo hay esfuerzos aislados y prevalece el hígado en las agendas, antes que la reflexión, la profundidad y una verdadera investigación.
Y lo peor es que quienes detentan ahora el poder ni siquiera se atrevieron a limpiar la casa a la que llegaron, solamente a emitir declaraciones espectaculares de la corrupción del pasado. Y se valen de insultos, descalificaciones y mentiras, para atizar su estrategia de caos. Así es, 30 años después, poco ha cambiado.