Cuando el gobierno de Chihuahua no hacía nada contra los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez en la década de los 90, el entonces presidente Ernesto Zedillo ordenó que se atendiera desde la Federación y se obligara a la entidad a asumir su responsabilidad, porque estaba en el ámbito de su competencia.
El almirante Wilfrido Robledo fue designado para atender esta orden. Un trabajo de inteligencia minucioso fue la primera tarea para tener un panorama y detectar las fallas. Lo segundo fue organizar una mesa de coordinación de seguridad en donde confluían todas las dependencias federales y estatales, incluida la representación del gobernador. Se establecieron objetivos y metas específicas, algo tan elemental como cumplimentar órdenes de aprehensión pendientes; también procesar a los que detenían las policías municipales y estatales, que muy frecuentemente eran dejados en libertad por los ministerios públicos locales y federales; llevar a cabo una vigilancia estratégica para la prevención y fortalecer los cuerpos de seguridad. En esa mesa, cada semana se evaluaban los resultados y quedaban en evidencia las fallas por complicidad o incompetencia. El resultado, fueron capturados decenas de delincuentes, disminuyó el índice delictivo en todo el municipio y con ello los feminicidios. Lo mismo ocurrió con los secuestros que como epidemia se desataron por esos años. Especialmente contra empresarios, Daniel Arizmendi (ahora inexplicablemente defendido por la CNDH) y su familia o Andrés Caletri, entre un puñado más; todos violentos. Las tareas de inteligencia, entre ellas el espionaje, permitieron a la entonces Policía Federal Preventiva, que encabezaba el almirante Robledo, detenerlos y también rescatar a personas secuestradas.
Es cierto que los gobiernos corruptos y autoritarios utilizan para su beneficio las herramientas que forman parte del proceso de inteligencia, pero también es cierto que hombres de Estado, como Fernando del Villar o Wilfrido Robledo, han hecho un trabajo comparable con cualquier agencia internacional de los países más avanzados y respetuosos de los derechos humanos.
Así que el presidente Andrés Manuel López Obrador se equivoca en meter en el mismo saco a servidores públicos de Estado, porque sólo refleja ignorancia desde tan alta investidura, y rebaja el trabajo de decenas de funcionarios que ha sido crucial. Pero lo peor es que dio esa respuesta este miércoles sobre el espionaje, de manera general descalificándolo, para evadir responsabilizar a unos de sus “amigos” a los exgobernadores de Guerrero, Ángel Aguirre Rivero y Héctor Astudillo Flores.
En su mañanera le preguntaron específicamente sobre el equipo de espionaje que en el gobierno de Aguirre se compró a la empresa Haking Team, y que su sucesor, Astudillo Flores, aseguró que estaba “desaparecido”, como dio a conocer hace unos años la revista Proceso. Pero López Obrador lo evadió.
En Guerrero no sólo había un aparato de esos al que llamaban El perro, sino dos. Uno estaba ubicado en la oficina antisecuestros y sólo debía utilizarse para esas investigaciones. El segundo, en alguna oficina que Aguirre Rivero mantenía bajo su supervisión directa, lo que le permitía usar un software para hackear computadoras y teléfonos inteligentes. El famoso Pegasus.
La Fiscalía General de la República podría investigar por qué teniendo aparatos tan sofisticados los secuestros y actos criminales han crecido en la entidad y se han agravado. Y por su parte, la oficina del caso Ayotzinapa debería citar a declarar a los dos exgobernadores y preguntarle sobre la operación en esta oficina desconocida y que aportaría información sobre los hechos de Iguala, como lo planteó en su Recomendación del caso la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, y que Astudillo Flores les negó su existencia. La CNDH, después de revisar todas las pruebas, concluyó que era necesario investigarlo, porque permitiría conocer lo ocurrido esa noche, en especial la identidad del llamado El Caminante, una pieza clave en el entramado.
Las herramientas del proceso de inteligencia sí sirven, pero bien empleadas. Por la revisión telefónica se identificó dos número celulares de los estudiantes desaparecidos que estuvieron funcionando y uno de ellos en manos de un integrante de Guerreros Unidos que pensó que al cambiarle el chip desaparecía el rastro. Y gracias al seguimiento que hizo la DEA de ese grupo criminal ahora se tiene más claridad de lo que pasó en Iguala y quiénes participaron.
Sería entonces mejor no distorsionar desde Palacio Nacional ni tener una pobre visión sobre la Seguridad Nacional, esa que permite prevenir hechos como el de Iguala y encaminar el proyecto de una nación a largo plazo.
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