Cuando ocurrió el ataque y desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, la falta de visión del presidente Enrique Peña Nieto y su equipo cercano, lo convirtió rápidamente en rehén de diferentes grupos e intereses, y sería uno de los principales factores de su caída. El procurador entonces, Jesús Murillo Karam, en lugar de destinar un equipo especial, con una importante capacidad investigativa, lo dejó en un área sobrecargada de trabajo, (la unidad de secuestro de Seido) y le dio total libertad y confianza a Tomás Zerón, el jefe de la Agencia de Investigación Criminal (AIC).
Hubo un personaje clave adicionalmente, la perredista y activista guerrerense, Eliana García Laguna, quien estaba en la Subprocuraduría de Derechos Humanos en la época de Murillo, y a quien escuchaba desde el Congreso, por su relación con organizaciones civiles y le servía de contacto o puente con ellas. Ella fue quien impulsó la llegada e incorporación como coadyuvantes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) y el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). Entre ellos y desde entonces estaba Omar Gómez Trejo, ahora fiscal que investiga el caso desde la FGR.
La reacción social de las organizaciones de Guerrero y estos grupos amalgamaron el descontento y fueron el motor para mover las investigaciones, de las que se quería tomar la ruta más corta para resolverlas. El descuidado y acelerado manejo público de Murillo en el caso es su pesadilla. Una de las pruebas del expediente (en pausa), en su contra, son sus conferencias de prensa, la más importante, en la que mencionó la “verdad histórica”, a partir de ella la “nueva versión” sobre Iguala integró prueba, asegura, la acusación de desaparición forzada contra los funcionarios, porque se asegura que la construcción de esa verdad —en la que colaboraron agentes ministeriales y periciales al firmar pruebas falsas— fue para ocultar y por lo que se da una suerte de complicidad en la desaparición de los estudiantes. Así ve el entramado del fiscal Gómez Trejo.
El comportamiento del GIEI y el EAAF en esos primeros años fue extraño. Avalaron actuaciones (en varios restos óseos) y ahora se desdicen; se desarrollaron diligencias que ellos solicitaron, pero que después desconocieron; asistían a diligencias y a pesar de ser coadyuvantes se negaban a firmar la cadena de custodia, lo que les permitiría en el futuro cuestionar esas actuaciones, como ocurre ahora.
En el gobierno de Enrique Peña Nieto, ambos grupos de expertos encontraron eco en ese alud de descontento social y hasta político, en particular al movimiento del ahora presidente Andrés Manuel López Obrador. Ahora continúan con tácticas similares y presionando con su propia agenda. Antes reclamaban transparencia, ahora impulsan que no exista, porque dañarían las investigaciones, argumentaron. La molestia que expresaron de la información del Ejército sobre grupos criminales la noche de Iguala, la cual confirma una operación criminal para atacar a los estudiantes no les gustó porque golpea su versión.
¿Por qué el GIEI y Gómez Trejo no fueron incisivos en exigir que Estados Unidos que entregara toda la información sobre Ayotzinapa? ¿Por qué el fiscal ni siquiera menciona esos informes tangencialmente? ¿Por qué no han dicho nada sobre el resto de informes del Ejército y que tiene que ver con reportes de dos soldados infiltrados y sólo uno desaparecido entre los normalistas? ¿O la participación de la Marina en detenciones de miembros de Guerreros Unidos y que habrían torturado? ¿Por qué la Fiscalía acompañada por miembros del GIEI, en particular Ángela María Buitrago ha tratado de convencer a exfuncionarios de declarar contra sus jefes?
La agenda de Gómez Trejo está en sincronía con la del GIEI, no con la del fiscal Alejandro Gertz, y tampoco con la del presidente López Obrador. De hecho, podrían quedar atrapados en ella, y ya el Ejército sospecha que responden más a intereses estadounidenses, consideran internamente. Si bien ambos organismos se beneficiaron de su trabajo en México, el gobierno les pagó hasta antes del lopezobradorismo, 3 millones de dólares (dinero que a algunos les permitía pagar la renta
de departamentos de más de 30 mil pesos al mes en la Condesa). Es más que dinero, y no es precisamente la verdad, según parece.
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