Con la aprobación de la Ley de Seguridad Interior, el Congreso no sólo fracturó el régimen de competencias constitucionales, sino que lo hizo en perjuicio de los ciudadanos, al dotar de facultades extraordinarias y sin control civil a las Fuerzas Armadas, incorporándolas al sistema ordinario y permanente de seguridad interior en tiempo de paz, algo que debiera ser sólo excepcional.
Esto sostienen algunos de los 16 amparos que otorgaron hace unos días los jueces Karla Macías Lovera y Fernando Silva García contra la Ley de Seguridad Interior. Fallos que llegan en un momento ideal, no sólo porque la Suprema Corte de Justicia de la Nación, con su acostumbrada lentitud no ha analizado la constitucionalidad de esta norma, sino ante la posibilidad de un cambio de partido y poderes políticos se impida su aplicación por ser una herramienta de enorme poder y, en su lugar, se obligue a un análisis profundo y se abra la oportunidad para definir, ahora sí, cómo se atenderá el problema de violencia, corrupción e inseguridad.
Estas resoluciones cuestionan y frenan aspectos trascendentales, porque a través de ellas se ha pretendido otorgar al presidente de la República y a las Fuerzas Armadas protección para no rendir cuentas sobre actos pasados, presentes y futuros sobre su tarea en el combate al crimen organizado.
Se considera inconstitucional, por ejemplo, que el presidente de la República, en casos excepcionales no esté obligado a fundar y motivar el uso de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior. También cuestiona que los legisladores hubieran aprobado que, a priori, se clasifique la información como de seguridad nacional, cuando debiera dejarse al análisis de cada caso y no impedir que se rindan cuentas.
“Las Fuerzas Armadas, al llevar a cabo tareas de seguridad interior, indefectiblemente deberán estar sujetas a un sistema de rendición por parte de órganos del Estado, al tratarse de agentes que están legitimados de hacer un uso de la fuerza pública. Ello es un requisito necesario, pues el principal factor que conduce al ejercicio del uso excesivo o abusivo de la fuerza pública consiste en la prevalencia de un estado de opacidad e impunidad para las autoridades en la materia”, sostuvo el juez Silva.
El razonamiento parte de un principio que los organismos internacionales plantean, “existe una mayor probabilidad de que los agentes del orden público violenten las normas jurídicas que regulan su actuación, cuando no tienen que temer consecuencia legal alguna por tales excesos”.
Esta norma, de continuar como está, impedirá que sean juzgados los casos en que los integrantes de las fuerzas federales hubieran actuado en complicidad con criminales o por iniciativa propia, violando todo principio de inocencia o derechos humanos de la población. Es una forma de amnistía disfrazada y de cheque en blanco para el futuro. Sólo que en su aplicación no se da oportunidad a la reconciliación, sino a la impunidad después de unos 15 años de violencia exacerbada y mucho menos justicia restaurativa, en donde el Estado en su conjunto asuma su responsabilidad.
De acuerdo a la jurisprudencia internacional, los estados deben limitar el uso de las Fuerzas Armadas para las tareas de seguridad pública, porque su entrenamiento está dirigido, como señala uno de los amparos, a derrotar un objetivo legítimo utilizando incluso medidas extraordinarias en un contexto extraordinario, y no para la protección y control de civiles.
En las resoluciones se reconoce que este cuerpo normativo no surgió de una función legislativa preventiva para regular la actuación de las autoridades federales con inclusión de las Fuerzas Armadas, ante posibles amenazas a la seguridad interior, sino es una pieza más “de un proceso tendiente a institucionalizar la militarización de la seguridad pública y seguridad interior en contra del narcotráfico y la delincuencia organizada”, que empezó a forjarse sin que existiera un marco normativo. Y no hay que olvidar, señalan, que se han dado diversas formas de violaciones a los derechos humanos.
Se trata, sin duda, de un instrumento peligroso para la democracia, que no puede estar disponible para un presidente ni mucho menos en un cambio de poderes.