En un año se cumplirán 30 años de la gran reforma judicial, que cambió en 1994, desde los cimientos, al tercer Poder de la Unión. Era necesario, especialmente por una cúpula que se había alejado de los valores esenciales de los juzgadores, y por la ausencia de transparencia que en toda la estructura generaba espacios de poder y corrupción.
Sin embargo, no era todo el Poder Judicial de la Federación, una gran parte de sus integrantes, además de vocación y honestidad, resolvían más en justicia que en estricta legalidad. Se les respetaba, ciudadanos y autoridades.
Había jueces y magistrados de consigna, sí, aquellos que resolvían a modo, pero no era una generalidad. También los corruptos, por acción u omisión, que facilitaron libertades de políticos o delincuentes; sin duda, pero no eran todos y creo que los menos.
Cuando llegó el cambio en el gobierno de Ernesto Zedillo, no opusieron resistencia, ninguno; al contrario, una gran parte apostó por ejercer con convicción, dignidad, transparencia y justicia. No le tuvieron miedo a la transparencia, tampoco a los cuestionamientos internos y especialmente externos, provenientes del Ejecutivo como la entonces Procuraduría General de la República, que —como ahora—, se les descalifica y acusa de malas prácticas antes de revisarse así mismos.
Y comenzó la apertura. No fue sencillo abrir un poder que históricamente, en México y en el mundo es cerrado, muchas personas del Poder Judicial generaron el cambio. Las y los periodistas pudimos acudir a las sesiones, caminar por los pasillos de la Corte, ir a los juzgados y escuchar cualquier audiencia, preguntar y esperar respuesta.
El trabajo fundamental estaba en el Consejo de la Judicatura Federal, que debía convertirse en un órgano verdaderamente vigilante del actuar de cada uno de las y los funcionarios judiciales, y de la correcta administración.
Tenía que ganarse la confianza y credibilidad, no podían ser conocedores del derecho o abogados improvisados o ambiciosos de poder los que decidieran sobre el actuar de quienes día a día enfrentan los casos y sobre la vida de personas. Lo logró en gran medida, pero le faltó bastante hasta ahora.
Bernardo Bátiz es el consejero verdaderamente respetado por los integrantes del Poder Judicial de la Federación y en quien sí confía el presidente Andrés Manuel López Obrador. Aseguran que se ha sorprendido de los mecanismos que se siguen al interior y ha tratado de cambiarlos.
Por ejemplo, extrañamente en los últimos años, incluso antes de la pandemia, se dejaron de hacer sesiones para, de manera colegiada, discutir los casos, fueran administrativos o sanciones al personal jurisdiccional. La transparencia se ha deteriorado. Ahora se envían los proyectos y se llama por teléfono a cada oficina de las y los consejeros para saber el sentido de su voto.
Esto ocurre especialmente en los casos de sanciones, lo que ha dejado en duda decenas de ellas que han sido impuestas al personal.
Es una de las áreas que más se requiere revisar, aseguran jueces y magistrados, hombres y mujeres. No quieren protección del Consejo, aseguran, quieren lineamientos claros, transparencia, respeto por el trabajo, apoyo ante los embates injustificados, claridad en los exámenes para el sistema de carrera, y eliminación de amiguismos para nombramientos y evitar llamadas que sugieran sentido de fallos.
Hay muchos titulares de tribunales y juzgados, personal jurisdiccional en general, que están molestos, no se asumen como víctimas, pero poco han sido escuchados, incluso visitados. Varios de ellos y ellas hubieran deseado que se conocieran sus fallos, no sólo por el trabajo que implicaba, sino porque también era una forma de demostrar que hacían justicia y mirar a los ojos a una sociedad que poco los comprende.
Pero no se los permitieron, sólo aquellos que decidieran que “eran buenos”.
Los casos de sanciones impuestas se volvieron números, sin comprender qué se sancionaba ni por qué. Algo que también ha dañado el ánimo interno. Se rompieron algunas inercias, pero falta mucho.
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