Juan Ramón de la Fuente enfrenta un desafío mayúsculo al asumir su rol como representante del gobierno mexicano en un entorno internacional caracterizado por la inestabilidad y los constantes giros de la segunda era trumpista.
Pero su misión no se limita al terreno externo. Desde la sede de la Cancillería, debe lidiar con un legado complicado que dejó la gestión anterior en el Servicio Exterior Mexicano.
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El panorama interno es preocupante. El Servicio Exterior padece las consecuencias de prácticas como el amiguismo y el influyentismo, sumado a la proliferación de adjuntos y becarios políticos que contribuyeron a un ambiente de descontento y tensiones laborales.
Las acusaciones de acoso laboral y el trato desigual hacia los diplomáticos de carrera han mermado la moral y la cohesión del equipo.
Los retos administrativos tampoco son menores. Entre ellos destacan los problemas con el pago de prestaciones históricas, un tema que ha generado fricciones y reclamaciones entre los profesionales de la diplomacia.
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A esto se suman las sospechas de corrupción en la asignación de contratos para las mudanzas de los funcionarios y sus familias, lo que ha acentuado las críticas sobre la transparencia y gestión de recursos.
De la Fuente debe atender estos desafíos internos con celeridad, con la vista puesta en entregar a la presidenta Claudia Sheinbaum los resultados que espera en materia de política exterior. Solo así podrá fortalecer la imagen y operación de la diplomacia mexicana, tanto en el ámbito internacional como dentro de sus propias filas.