El legado de la impunidad
En Procurar Injusticia, Carlos Pérez Vázquez desentraña cómo la impunidad histórica y un sistema de justicia militarizado han perpetuado la violencia y la desigualdad en México, al desafiar el proceso democrático. ejecentral presenta un extracto de este libro

Collage Digital: Amaranta Ruiz Blancas
Este libro busca aportar argumentos para contribuir a explicar y, en su caso, solucionar la crisis de violencia en México. Desde el punto de vista de quien esto escribe, una de las causas detrás de la naturalización de la violencia en México se encuentra en la enorme impunidad que padecemos. La impunidad naturaliza la violencia como el mecanismo de solución de conflictos entre los miembros de la sociedad, desde los más nimios hasta los más graves. En una sociedad donde, por lo común, quien la hace no la paga, sus integrantes internalizan que la justicia siempre es una cuestión de fuerza y la injusticia es la regla.
En este escenario, el sistema de procuración de justicia es uno de los grandes culpables del estado de cosas, del estado de violencia y de zozobra en el que vivimos. La impunidad naturaliza la violencia y genera inseguridad. Un sistema de procuración de justicia funcional es la piedra angular que sostiene el debido desarrollo de cualquier sociedad democrática. Se trata del mecanismo público que los Estados establecen para construir sociedades en paz, en las que los derechos de todos se respeten.
Los sistemas de procuración de justicia son herramientas de control social, pues sirven para prevenir las conductas que se consideran delitos, es decir, contrarias a la ley, así como, en su caso, perseguirlas.
Funcionan a partir de los procedimientos que establecen las propias leyes que despliegan la ingeniería social de una comunidad. Ahí se señala quién comete un delito, así como quién y cómo lo investiga y lo persigue. En sociedades avanzadas, las leyes también señalan qué castigos se imponen, a partir de procedimientos justos y apegados a los derechos humanos. Por eso, la importancia de los sistemas de procuración de justicia es estructural para la buena salud de una nación.
La procuración de justicia es indispensable para consolidar la paz y la armonía en cualquier colectividad respetuosa de los derechos humanos. Perseguir y prevenir los delitos con profesionalismo, sin abusos, con efectividad, disuade a las personas de cometer actos ilícitos, reforzando el tejido social. Es, en este sentido, un pilar de una república democrática y pacífica, donde nadie está por encima de la ley.
›A partir de lo anterior, no es exagerado afirmar que la procuración de justicia nunca ha existido en México, por lo que nuestra democracia siempre ha estado mocha: nuestro país nunca ha tenido un sistema de procuración de justicia para la libertad.
En este país no hay procuración de justicia para ti, ni para mí, tal como lo demuestra la altísima tasa de impunidad de los delitos cometidos, la cual alcanza un escalofriante 98 por ciento. Ante la contundencia de ese dato no es exagerado señalar que la procuración de injusticia nos gobierna, pues ¿qué gobierno puede existir cuando la mayoría de los actos en contra de la ley y de la sociedad se realizan con absoluta libertad?
Lo que hoy conocemos como sistema de procuración de justicia son las ruinas de una estructura institucional creada con el único objetivo de mantener, a través de la fuerza, los enormes privilegios políticos y económicos de un grupo de militares que se hicieron del gobierno, con lujo de violencia, hace más de 100 años. Lo que existe son los vestigios reumáticos, pero aún operativos, de un sistema atrabiliario de control social.
Este libro presenta siete hallazgos fundamentales. El primero demuestra que el golpe de Estado de 1920, que cobró la vida del presidente Venustiano Carranza y ha sido suavizado por la narrativa oficial durante más de un siglo, encumbró a una casta militar que organizó a las instituciones del país para preservar sus privilegios e impunidad, prolongando su existencia hasta nuestros días.
El segundo descubre la dinámica inconstitucional, más propia de una dictadura que de una democracia, que permitió a varios militares que presidieron al país dictar leyes de manera unipersonal, castrense, vertical. El régimen de justicia penal en México, inconstitucional de origen, siempre ha sido militarista, tal como se explicará en el apartado correspondiente.
El tercer hallazgo, derivado del anterior, demuestra que el régimen punitivo de todo el país, basado en leyes penales inconstitucionales, se construyó siguiendo esa dinámica dictatorial. La mano militarista que ha gobernado a México desarrolló en las leyes lo que teóricamente se conoce como el derecho penal del enemigo. Durante casi 100 años varias generaciones mexicanas fueron sometidas a leyes e instituciones penales creadas para disolver y reprimir a las disidencias políticas, para segregar a los opositores al régimen, no para procurar justicia a la población. El Estado depredador mexicano siempre ha perseguido enemigos, no delincuentes.
El cuarto hallazgo resulta particularmente importante para la profesión jurídica en México y su enseñanza, al revelar las deficiencias de la educación jurídica que muchas generaciones recibimos en México, en perjuicio también del desarrollo democrático nacional.
La academia jurídica mexicana no ha realizado un estudio exhaustivo que analice con detenimiento la constitucionalidad de las leyes aprobadas durante esa oscura etapa de la historia nacional conocida como maximato, periodo en el que la legislación se creó unipersonalmente, por la voluntad única de presidentes de la República militares, algunos de los cuales ni siquiera fueron electos en las urnas.
La forma abusiva de legislar se transformó a lo largo del siglo XX, dando paso al método de la simulación legislativa, en donde los presidentes priistas fingían que el Congreso existía y los legisladores fingían que legislaban. El sistema educativo jurídico mexicano no capacitó a varias generaciones de profesionistas para, entre otras cosas, verificar la constitucionalidad del proceso de creación de leyes. Los abogados formados tradicionalmente trabajamos leyendo y aplicando sólo las leyes vigentes, sin reparar en cómo fueron aprobadas, sin analizar con sospecha el contexto en el que fueron creadas. Generaciones y generaciones de profesionales del derecho recibimos una educación legal fatalista, repelente al pensamiento crítico.
El quinto hallazgo se fundamenta en la proyección de la figura terrible de Luis Echeverría Álvarez como el eslabón principal entre el origen militarista, espurio y opresor del régimen de procuración de injusticia y su continuidad hasta nuestros días. Debido a la genialidad perversa de Echeverría, México no ha dejado de ser un Estado militarista desde 1917 hasta nuestros días.
El sexto hallazgo expone a las procuradurías y fiscalías como instituciones siempre supeditadas al poder militar, como agentes gestores del terror de Estado en su origen, pero también, con el paso del tiempo, como administradoras del crimen organizado y fuente de grandes negocios para funcionarios públicos que tienen la puerta abierta para lucrar con la libertad de las personas. Las fiscalías sólo existen el día de hoy para mantener las desigualdades sociales a raya, encerrando en las cárceles a los más pobres, no a los integrantes del crimen organizado, que son quienes más violencia y zozobra causan en la sociedad. La desigualdad social hoy parece tomar una ruta nueva: la clase privilegiada está integrada por los que delinquen a lo grande, ya sean narcotraficantes, delincuentes de cuello blanco o políticos y militares corruptos.
El séptimo se deriva de constatar la forma en la cual el gobierno de la injusticia ha impedido el desarrollo de la democracia nacional por más de 100 años, manteniendo a raya cualquier beneficio real que la alternancia electoral registrada en el año 2000 pudo traer. Como veremos, los gobiernos surgidos de las elecciones libres y competidas, guiados por sus propios intereses políticos, decidieron mantener a esas instituciones rancias, construidas para México por un grupo de militares golpistas, a fin de avanzar sus intereses. La única explicación es que encontraron en el sistema arcaico una herramienta importante para mantener la segregación de los más desfavorecidos. Estos hallazgos permiten afirmar que el golpe de Estado de 1920 sigue gobernando a México a través, fundamentalmente, de una de sus criaturas más prominentes: el sistema de procuración de injusticia.
›Las procuradurías de justicia deben verse como parte fundamental de la estructura de poder del régimen autoritario producto del golpe de Estado de Agua Prieta de 1920, encabezado por Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles (en ese orden), en contra del presidente Venustiano Carranza.
Apéndices siempre del autoritarismo militar, esas instituciones pronto conformaron una fachada, una simulación fundamental, a través de un mecanismo de segregación, represivo y arbitrario, que hoy, más de un siglo después, sigue existiendo en perjuicio de los derechos humanos y las libertades en nuestro país.
La presencia de la represión y la supresión de derechos se ha extendido tanto en el tiempo, ha gozado de carta tan cabal en el seno de las instituciones mexicanas, que sin duda explica buena parte de la identidad nacional. Nuestra cultura hacia la cosa pública se caracteriza por un temor originario a las policías, así como por el sentimiento colectivo de desprecio, temor y desconfianza hacia los ministerios públicos y jueces. Nadie quiere caer en las garras del crimen, pero tampoco en las del aparato de “justicia”, por la reputación de abuso que, con toda razón, los rodea.
Este libro sostiene la teoría de que el sistema de procuración de injusticia en el país se consolidó con el fin de que los militares golpistas mantuvieran, a toda costa, el poder político ganado a la mala.
El sistema se fundó particularmente en una ley, el Código Federal de Procedimientos Penales (CFPP) aprobado en 1934, que estuvo vigente hasta 2016. Esa legislación, como la mayoría de las leyes creadas en los años que siguieron a la Revolución, es el producto de un decretazo elaborado y promulgado en forma dictatorial y unipersonal por el presidente Abelardo L. Rodríguez, uno de los generales que defenestraron a Carranza y que ocupó la silla presidencial, sin pasar por las urnas, por poco menos de dos años. La elaboración de esa ley siguió una línea genealógica ancestral de injusticia represiva y selectiva, cuya estirpe medieval y colonial se institucionalizó en la dictadura de Porfirio Díaz. Los generales golpistas mantuvieron las bases del régimen represor del dictador, lo que constituyó una abierta traición a las causas de la Revolución y a la Constitución de 1917.
El libro demuestra cómo el sistema penal, diseñado desde una perspectiva militarista y vertical, caracterizado por la discrecionalidad y la opacidad para funcionar aplicando principios y de instituciones jurídicas abiertamente arbitrarias, entró en crisis al final del siglo XX al no estar pensado ni diseñado para adaptarse a un México más plural.
La procuración de justicia de los militares golpistas no podía siquiera imaginar un México como el que vivimos: un país más abierto al mundo, más crítico ante las autoridades; un México en el que muchas personas luchan diariamente por hacer valer todos los derechos para todas las personas.
El gobierno de Carlos Salinas de Gortari y el año de 1994 representan un punto de quiebre en la operación y el funcionamiento del sistema de procuración de la represión. El expresidente, quien ejerció el poder de manera absoluta, no intentó siquiera modernizarlo o democratizarlo. Por el contrario, como veremos a partir de tres casos ya históricos y emblemáticos de la injusticia en México, Salinas llegó al extremo de usar a la Procuraduría General de la República (PGR) como si fuera parte de su patrimonio, intentado solucionar “en familia” crímenes de Estado, sin lograr obtener justicia, tranquilidad ni certeza para la sociedad. Salinas de Gortari cambió procuradores generales de la República como si fueran calcetines, sin mejorar un ápice el sistema.
Nuestra vida en común, asediada por el crimen, demuestra que la apuesta absoluta por el cambio del país por medio de los votos, que implicó tanta energía, recursos, tiempo e incluso vidas, no ha sido suficiente. La idea original del presidente José López Portillo y su secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, de integrar mediante la cooptación política a las disidencias no se acompañó con la apertura, democratización y transformación de raíz del trabajo del Ministerio Público (MP), órgano encargado de investigar y perseguir los delitos, desde una perspectiva real de derechos y libertades.
Esta visión chata e incompleta del sistema político nacional generó que, a partir de 1997, los ganadores de la alternancia democrática por la vía electoral encontraran un sistema de ejercicio del poder penal arcaico, ruinoso, siempre apéndice de las Fuerzas Armadas, pero todavía medianamente funcional para usarse selectivamente con fines políticos de control social.
Los nuevos dirigentes políticos, surgidos de las urnas y de procesos electorales competitivos, de todos los colores e inclinaciones partidistas, en lugar de transformar el sistema penal colapsado y moribundo, tanto a nivel federal como local, cayeron en la tentación autoritaria: lo rescataron fragmentándolo.
Esa decisión, común a todos los gobiernos, empeoró la situación, pues la apertura de una sociedad cada vez más consciente e informada a partir de la histórica elección presidencial de 1988 había vuelto inviable la aplicación a rajatabla del vetusto modelo militarista y abusivo. Sin embargo, en contra de todos los pronósticos, el mecanismo tomó un segundo aire a partir de 1997.
A inicios de 2024, el enorme retraso en materia de procuración de justicia y el fracaso en la gestión de las diversas personas que han tenido la titularidad de las instituciones dedicadas a investigar y prevenir los delitos, bajo el mando directo de presidentes, gobernadores y gobernadoras de todos los partidos políticos, se reflejan en el aumento sostenido de la violencia y la inseguridad, en el gobierno de la impunidad y en la corrupción, demonios que han campeado por todos los rincones del país por más de un siglo obligando a las comunidades a buscar justicia: donde las fiscalías fallan, los linchamientos florecen.
A nivel federal, todos los gobiernos, de todos los partidos del espectro político (PAN, PRI y Morena), han fracasado en perseguir efectivamente los crímenes del pasado y del presente. Ningún gobierno ha demostrado la voluntad política que se necesita para revisar y reformar a las instituciones de procuración de injusticia.
El retraso nacional en esta materia es tan pronunciado que ni siquiera la puesta en marcha de la primera Fiscalía General de la República (FGR) ha servido para mejorar las cosas: la procuración de injusticia existe abusiva y atrabiliaria, como siempre, pero más trastabillante que nunca.
En este libro intentaré explorar las causas jurídicas de esta perversión y, a partir de la discusión de algunos casos y episodios históricos bien conocidos, también los efectos que su sobrevivencia acarrea en perjuicio del país, con el fin de tener más elementos que nos ayuden a discutir ampliamente, a partir de ejemplos concretos, qué debemos hacer para recomponer la institucionalidad en esta materia, indispensable para la verdadera consolidación del Estado democrático de derecho en un país que aspire a crear una comunidad de iguales.
A partir del análisis de documentos históricos, pero sobre todo de la aplicación de documentos normativos y principios procesales penales vigentes por más de 100 años, se extraen conclusiones que tienen bases objetivas y sólidas, no fundadas en especulaciones. Éste no es un libro basado en rumores o chismorreos de oídas, sino en los horrores documentados en la aplicación del derecho vivo.
Podemos imaginar que, de haber contado con un sistema procuración de justicia para la democracia, tal vez no habríamos sufrido las tragedias derivadas del autoritarismo militarista en el México posrevolucionario: el trauma nacional de 1968 no habría sucedido; la guerrilla no habría sido necesaria; el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) no habría declarado la guerra al Estado; no habríamos tenido a un militar autoritario, como el general Rafael Macedo de la Concha, fungiendo como el primer procurador general de la República de la alternancia electoral; nos habríamos ahorrado los abusos y vergüenzas de Medina Mora y García Luna; posiblemente nos habríamos ahorrado Acteales, Atencos, Guarderías ABC; no seguiríamos rezando a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por la emisión de nuevos criterios judiciales para proteger los derechos humanos en México; probablemente Ayotzinapa no sería el símbolo de la atrocidad y personajes como Genaro García Luna, Tomás Zerón o Jesús Murillo Karam habrían ocupado, mucho antes, sus incómodas localidades en los drenajes de la historia.
Lamentablemente para el país, pero en especial para las víctimas de crímenes, atropellos y atrocidades, no hemos tenido un sistema de procuración de justicia para la democracia y los horrores enumerados sucedieron. Los crímenes impunes, las atrocidades y las injusticias han manchado a la historia nacional hasta el día de hoy.
Este libro pretende ofrecer razones que contribuyan, en la medida de su alcance y posibilidades, a cambiar este penoso, lamentable y cada vez más peligroso estado de las cosas, pues sin un sistema de investigación y procuración de justicia que persiga el delito, que castigue la impunidad y que proteja a las víctimas, que fomente la paz y la armonía, que realmente disuada a la personas de cometer actos ilícitos, que prevenga los feminicidios, que persiga eficazmente a quienes transgredan la ley, haciendo valer a cabalidad los derechos humanos, no habrá democracia posible, digan lo que digan las urnas.
El libro no pretende escarbar profundo en los terrenos propios de los historiadores ni hacer un relato pormenorizado del complejo laberinto de causas y efectos que llevaron a un grupo de militares, ambiciosos y desleales, a derrocar al presidente legítimo en 1920. El trabajo se limita a demostrar cómo el golpe de Estado de ese año derivó en una serie de leyes y normas que estructuraron el sistema de procuración de injusticia a partir de una visión militarista y autoritaria que, en vez de privilegiar la seguridad jurídica de las personas, se diseñó y ejecutó fuera del marco constitucional para conservar el poder político castrense adquirido en forma criminal, facilitando las condiciones de represión y exterminio de las oposiciones políticas por un siglo.
Como veremos, el golpe de Estado de 1920, plasmado en toda su alevosía en el Plan de Agua Prieta, es el pecado original cometido después de la Revolución, pues al triunfar consolidó un sistema de injusticia alejado de los anhelos de armonía, democracia y legalidad del país que acababa de salir de una cruenta guerra civil que vio morir a más de un millón de personas.
Los generales golpistas de 1920 se sucedieron en el gobierno de México a lo largo de un cuarto de siglo, sin ánimo democratizador alguno. Durante esos años no sólo fundaron y establecieron los principios de organización del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y prepararon, en la figura de Luis Echeverría Álvarez, a su progenie política desde la verticalidad de sus fueros castrenses. A la par, establecieron, mediante la aplicación de la legislación punitiva nacional, un sistema tóxico de control social basado en la segregación de los pobres y de quienes se oponían políticamente a los abusos, que se enquistó y tuvo plena vigencia legal en México hasta 2016, mismo que, aún hoy, se resiste a desaparecer.
Entrada la segunda década del nuevo milenio, más nos vale comenzar a empujar ese sistema al abismo, pues a partir de la llegada de la pluralidad política y la ausencia de los controles políticos del viejo sistema, el absceso que siempre ha sido la procuración de injusticia que nos gobierna, convertida en un negocio económico y político en el que la mercancía a comerciar es la libertad de las personas, cada día crece más.
En sociedades avanzadas, las leyes también señalan qué castigos se imponen, a partir de procedimientos justos y apegados a los derechos humanos. Por eso, la importancia de los sistemas de procuración de justicia es estructural para la buena salud de una nación.