La imposición de una supermayoría parlamentaria, calificada desde el INE y avalada por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, fue la operación clave para concretar lo que se asomó desde la noche de la elección del 2 de junio de 2024, cuando los números empezaron a dibujar una victoria categórica e indiscutible, mucho más allá de lo esperado, de Morena en la elección constitucional para la Presidencia, y también en la votación para definir al Congreso.
Con los resultados de las encuestas de salida y el conteo rápido del INE hecho público por Guadalupe Taddei, algunos analistas como Héctor Aguilar Camín empezaron a hablar de lo que hasta entonces nadie había planteado: viene un cambio de régimen. Después, conforme aparecieron los números del Programa de Resultados Electorales Preliminares (PREP) y la proyección se fortaleció para confirmarse una victoria de Morena con más de la mitad de los votos emitidos, el escenario más radical se confirmó.
El 23 de agosto, después de una fuerte discusión interna y una votación dividida, el Consejo General del INE anunció sus cálculos oficiales para la asignación de las diputaciones de representación proporcional. A Morena y sus aliados, que habían logrado alrededor del 54% de los votos para diputados, les correspondería 74% de las curules por la aplicación de los criterios que hasta entonces se habían usado para respetar una sobrerrepresentación de hasta 8% para el partido ganador, contemplada en las leyes electorales y en la propia Constitución.
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El resultado parecía desproporcionadamente inequitativo, pues aunque la ley habla de un tope de sobrerrepresentación del 8%, el órgano electoral acordó sobrerrepresentar a la coalición ganadora con 20 puntos porcentuales y otorgarle diputados en esa misma proporción, con lo que Morena y sus aliados alcanzaron la mayoría calificada.
En el Senado las cosas fueron menos complicadas para armar la aplanadora legislativa. Lograron en las urnas 83 escaños, pero antes de siquiera tomar posesión, dos senadores perredistas electos, Araceli Saucedo y José Sabino Herrera, anunciaron el 28 de agosto, juntos, que contra lo que prometieron a los electores abandonaban al PRD y se cambiaban a la bancada de Morena. Con ellos, el partido guinda y sus aliados se quedaban a un solo senador de lograr la mayoría calificada de 86 entre 128 totales en la cámara alta. Ese voto lo aportó el veracruzano Miguel Ángel Yunes Márquez, ex panista, hijo de un conocido ex priista y ahora también ex panista. Así, Morena logró el número suficiente de votos, en ambas cámaras, para aprobar reformas constitucionales sin el apoyo de ninguno de los partidos ajenos a la coalición gobernante (Morena-PVEM-PT).
La razón era el tamaño de la victoria que se dibujaba y se consolidó por decisión de los organismos electorales INE y Tribunal, contra la opinión de numerosos juristas y especialistas en la materia. En ese momento, apuntalado por el desprestigio de la oposición panista, priista y también perredista, quedó abierta la puerta para concretar el cambio de régimen.
La supermayoría parlamentaria es el sustento de todo. La victoria de Morena en una elección que fue pacífica, contra lo que se pronosticaba, pero inequitativa por la intervención recurrente del entonces presidente y el uso sistemático de los recursos públicos para promover el proyecto del partido en el poder y denostar a la oposición, arrojó un resultado que daba a la coalición gubernamental el 54% de los votos para el Congreso, pero con una interpretación formalista, un grupo mayoritario de consejeros del INE, encabezado por Guadalupe Taddei, y tres magistrados del Tribunal Electoral, asignaron el 74% de los legisladores en detrimento de los partidos que integraban la coalición opositora, y de todos los votantes que sufragaron por ellos, pues a final de cuentas el sentido de su voto no fue respetado.
La mayoría calificada en ambas cámaras era la clave para que el cambio de régimen tuviera vía libre y avanzara. Al confirmarse esos números, así ocurrió a una velocidad nunca antes vista.
Hoja de Ruta
El camino quedó trazado desde el 5 de febrero de 2024, cuando López Obrador presentó y envió al Congreso lo que se llamó el Plan C; un paquete de 20 reformas constitucionales que incluían como claves fundamentales la demolición del Poder Judicial Federal y la supresión de los organismos constitucionales autónomos. Las razones aludidas eran presupuestales y de combate a la corrupción, pero las propuestas no combatían ninguno de esos problemas y, en cambio, quedaba claro que el resultado sería una concentración de facultades y poder en la figura del titular del Ejecutivo, sin precedentes. Un regreso al pasado, dirían algunos, pero en realidad era más que eso.
Con el resultado de la elección del 2 de junio, Morena, sorprendido, y la oposición, pasmada, iniciaron el cambio. Primero se anunció desde el gobierno la obtención de una supermayoría a partir de una interpretación de las reglas de la sobrerrepresentación; después se utilizó la conferencia matutina de forma constante para dejar claro, a la opinión pública, pero sobre todo al INE, cuál era la pretensión del todavía presidente López Obrador y, en consecuencia, de Morena y de sus aliados partidistas, el PVEM y el PT. Cuando el asunto llegó al órgano electoral, dividido y sobrepartidizado como siempre, este solo validó lo que antes, en violación a su autonomía y a las más elementales reglas de equidad en la contienda electoral, había adelantado de forma reiterada la entonces secretaria de Gobernación, Luisa María Alcalde, en las conferencias presidenciales: una sobrerrepresentación injustada. Quedaba la Sala Superior del Tribunal Electoral, pero antes el gobierno lopezobradorista ya había operado ahí para orquestar una rebelión que, a mediados de diciembre de 2023, destituyó al magistrado presidente Reyes Rodríguez para colocar en su lugar a una mujer afín o comprometida con el proyecto político morenista: Mónica Soto. Cuando el Tribunal validó que una coalición que logró el 54% de los votos se llevara el 74% de las diputaciones federales, a pesar de que abundaban los argumentos y las interpretaciones para no hacerlo, el Plan C de López Obrador, que no era otra cosa que el cambio de régimen, prácticamente se concretó.
A toda velocidad
Diputados y senadores tomaron posesión de sus cargos el 1 de septiembre de 2024, y el sexenio lopezobradorista concluía hasta el último día de ese mismo mes. El escenario de una supermayoría morenista y Andrés Manuel en la Presidencia desató un final de sexenio inédito, en todos los sentidos, que atrapó muchas decisiones que merecían, pero no tuvieron, una reflexión y discusión profundas.
Como si no fuera de salida y como si no hubiera país después del 30 de septiembre, López Obrador usó su fuerza política y su liderazgo en Morena, materializados en la supermayoría que los órganos electorales le otorgaron a su partido, para concretar en solo un mes lo que no pudo hacer durante seis años porque los contrapesos del sistema se lo impidieron: dinamitar esos mismos contrapesos y borrar, para reescribir, varios de los fundamentos del texto constitucional, a una velocidad inusitada.
Más grave fue el hecho de que, con esa serie de cambios hechos sobre las rodillas, en votaciones que ignoraron la regla más elemental del derecho parlamentario —la deliberación y el debate—, sin reflexión por parte de la mayoría de los legisladores que apoyaron con sus votos, se condicionó de forma profunda el arranque del sexenio de la presidenta Claudia Sheinbaum y, con él, el desarrollo del país.
Las señales del cambio de rumbo, primero, y del cambio de arquitectura constitucional del Estado mexicano que las reformas enviaban al mundo, ahuyentaron a los inversionistas nacionales y extranjeros, afectaron las calificaciones crediticias de México y pusieron en guardia a los propios socios comerciales: Estados Unidos y Canadá, que hoy amenazan con marginar al país del mercado comercial norteamericano.
El gran objetivo
La joya de la corona era el Poder Judicial, que necesitaba una reforma para legitimar y transparentar sus decisiones, pero, sobre todo, para acercar a sus ministros, magistrados y jueces a la sociedad. En lugar de eso, lo que se impuso por la vía de la supermayoría parlamentaria —que no necesitaba ni negociar ni dialogar para aprobar lo que quisiera, pero que tampoco permitió a sus propios legisladores analizar las reformas— fue un cambio completo de modelo de justicia. Sin más justificación que la taquillera y mentirosa frase de “el pueblo no se equivoca”, se sometió a las urnas la función jurisdiccional.
A partir de 2025, los ministros, magistrados y jueces federales en México serán elegidos por voto popular, tendrán que hacer campaña y someter su posición al dictado de las urnas, supuestamente sin partidos políticos que intervengan.
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Más allá de la falta de idoneidad de una votación como mecanismo para elegir a un juez, la duda que embarga a todos los operadores judiciales y también a los hombres de negocios es qué tan autónomo y profesional será un Poder Judicial cuyos integrantes buscarán simpatizar con los electores, estarán sometidos a la propaganda gubernamental que controla y orienta a esos electores y tendrán que impartir justicia condicionados a conservar esas simpatías para mantenerse en el cargo.
Árbitro sometido
El órgano electoral que México tardó tres décadas y cientos de miles de millones de pesos en construir para dotar de confianza y credibilidad sus procesos electorales también ha sido dañado en su esencia como parte del cambio de régimen.
En el frenesí legislativo de la supermayoría comprometida a concretar el Plan C de López Obrador, los diputados y senadores del grupo dominante aprobaron una reforma a la estructura del INE que le quitó la característica de gobernabilidad colegiada con que había nacido para evitar su cooptación por el gobierno o una sola fuerza política, para dotar de superpoderes al consejero presidente, en este caso Guadalupe Taddei.
Sin la necesidad de construir consensos al interior del Consejo General, la consejera presidenta puede orientar la organización de las elecciones de acuerdo con su criterio personal y sin necesidad de escuchar al resto de los consejeros, pues ahora la Junta General Ejecutiva, el organismo que opera los procesos electorales, depende exclusivamente de ella.
Dominar el órgano electoral, de forma presupuestal desde el Congreso con la supermayoría calificada, pero también operativa a partir de controlar a la consejera presidenta, acaba con el principio de imparcialidad, fundamento de la confianza de los partidos y de los electores en el INE.
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La mejor prueba de hacia dónde caminan las cosas es el presupuesto asignado para la elección judicial que el INE tendrá que organizar. Pidieron 13 mil 500 millones por la complejidad de un proceso completamente novedoso, y se les asignaron siete mil millones, prácticamente la mitad.
Ese presupuesto, escandalosamente reducido, es la primera señal de que la elección judicial no será lo que se supone debía ser, a pesar de la importancia que la función jurisdiccional reviste para el país.
El dato. El INE asignó a Morena y sus aliados 74% de las curules en la Cámara de Diputados, pese a solo obtener 54% de votos.