Las hojas en blanco se han convertido en un símbolo muy poderoso de la protesta en China. Sin consignas, sin ataques, sin palabras de odio o de insurrección, los papeles que no dicen nada han bastado para decirlo todo y para que el pueblo chino demuestre la rabia que siente contra el aparato represor de Xi Jinping y su desesperación por las medidas draconianas de encierro impuestas por Beijing con la política del “Cero Covid”.
El 24 de noviembre en el quinceavo piso de una unidad habitacional en Urumqi, capital de la provincia de Xinjiang, estalló un incendio que consumió las vidas de al menos 10 personas, todos ellos de la minoría musulmana uigur. Las muertes eran evitables, pero por las estrictas medidas las personas estaban encerradas y el edificio estaba bajo llave, imposible salir, ni tampoco entrar. Nadie pudo ayudarles.
La ira se dispersó por todo el país con más furia que las llamas. En varias ciudades miles de chinos salieron a las calles a demostrar su enojo y su descontento armados con hojas de papel sin texto. El mensaje fue muy claro. Son las protestas más numerosas desde la masacre de la plaza de Tiananmen en 1989.
La represión de las fuerzas armadas fue implacable, el control del estado por diversos medios como los teléfonos celulares resultó avasallador, pero, a pesar de ello, miles de personas, con gran valentía continuaron con las protestas. La libertad de expresión, la manifestación pacífica, son derechos atesorados por el pueblo que siguen vigentes y por lo que se ha observado tienen un gran poder frente a regímenes totalitarios.
Los chinos han sido pacientes durante estos tres años de encierros, de tests obligatorios, de controles estrictos para tomar un tren o entrar a una tienda. La gente está exhausta, está harta de parques vacíos y el aislamiento los ha llevado a las calles a gritar sin palabras. Quizá es la ira acumulada por décadas de represión. No sólo por el engaño con los primeros casos y la cantidad de muertos por la Covid, es por la incapacidad de disentir o criticar. Es un pueblo con una cultura milenaria que ruge y que de ninguna manera tiene la mente en blanco.
Parece que Xi prefiere que su gente y su economía paguen este precio tan caro en lugar de reconocer que la efectividad de las vacunas chinas es muy baja. Beijing tendría que comprar a occidente millones de vacunas que han probado ser más efectivas.
Xi es más orgulloso que eso, pero las protestas y el escrutinio internacional empiezan a surtir efecto y al parecer las medidas empiezan a relajarse.
Además, la chispa que hizo que las protestas corrieran como la pólvora es que las víctimas eran uigures, la minoría musulmana que según informes de la ONU ha sido muy castigada en el país, sometida a ejecuciones extrajudiciales, vejaciones, a esclavitud moderna, torturas, violencia sexual y detenciones arbitrarias en cárceles o en los llamados campos de reeducación. Expertos de la ONU han acusado crímenes de lesa humanidad contra esa minoría.
El mismo día en que los uigures murieron incinerados, el Comité de la ONU para la Eliminación de la Discriminación Racial pidió a China investigar “de manera inmediata” todas las denuncias de violaciones de derechos humanos en la región autónoma de Xinjiang, habitada por esta minoría musulmana.
El Comité instó a China a liberar a todas las personas privadas de su libertad. La ONU también pidió al gigante asiático el cese de las represalias contra los uigures y llamó a que se garanticen indemnizaciones para las víctimas de la región.
China se hunde en su propio autoritarismo que ha tomado dimensiones pandémicas. Quizá Xi empieza a comprender que la gente no puede vivir sin oxígeno y empieza a recular, pero muchos consideran que la relajación de las medidas contra la Covid solamente es un paliativo.
La realidad es que el líder chino acumula todo el poder y ayudado por el ejército acota todo camino a la libertad, a la democracia, a la expresión de las ideas y a la libertad de culto. Sin embargo, hay una lección que vale la pena recordar: las ollas de presión sin válvula de escape suelen explotar.