El próximo año, dos mujeres competirán por la Presidencia de la República con altas probabilidades de que una de ellas gane la elección. Se trata, sin duda, de un gran cambio histórico que ha tardado en gestarse más de un siglo, desde que comenzó a irrumpir el feminismo como un movimiento que promovía la inclusión y la participación femenina en la política.
Es una historia que ha tenido avances y retroceso, que se ha enfrentado a resistencias enormes y a atavismos ancestrales. Primero fue la lucha por el voto, que parecía haberse logrado en los tiempos del reformismo cardenista, pero fue frenada por temores absurdos sobre el posible sentido conservador del sufragio femenino y se retrasó quince años más, hasta 1953.
De ahí en adelante, poco a poco, gracias al empeño de miles de mujeres interesadas en irrumpir en el espacio público para hacer avanzar sus demandas específicas, se fue normalizando la presencia femenina en los cargos legislativos y, después, en los municipales. Apenas hace cuatro décadas llegó una mujer a gobernar en un estado de la Federación.
El absurdo de la exclusión de las mujeres de la política, empero, siguió estando fuertemente arraigado en una actividad dominada por los varones, por más que la historia universal muestre casos de estadistas mujeres sobresalientes y la Presidencia de la República parecía una posición imposible de conquistar.
Cuando Rosario Ibarra de Piedra fue nominada por el Partido Revolucionario de los Trabajadores como su candidata presidencial abracé su causa con el entusiasmo de la joven militante de 25 años que era yo entonces. Aquella campaña fue un hito, a pesar de su carácter testimonial que, sin embargo, logró movilizar a miles de votantes para garantizar el registro del partido en el que entonces militaba.
A partir de entonces, sólo en el año 2000 no ha habido alguna candidata mujer en la boleta presidencial. En aquel año de grandes cambios, cuando finalmente el PRI perdió la Presidencia, participé en el proceso interno de Democracia Social con una propuesta claramente feminista, dentro de la agenda socialdemócrata de aquel partido, pero las resistencias de algunos sectores a identificarse abiertamente con la agenda de derechos de la diversidad que yo defendía impidieron que fuera entonces yo la única mujer candidata.
En 2006 fui la quinta mujer en competir por la Presidencia de la República después de la ya recordada Rosario Ibarra, que había vuelto a competir en 1988, de Cecilia Soto y Marcela Lombardo, candidatas relegadas a un papel secundario en la contienda de 1994. En 2006 logramos movilizar a un sector del electorado que buscaba hacer avanzar la agenda feminista, como parte integral de un proyecto socialdemócrata de transformación del Estado, en un escenario altamente polarizado. Mientras los principales candidatos se enfrentaban en un tono de confrontación polarizado, intentamos poner por delante las propuestas por sus méritos.
En 2012 fue el partido en el gobierno el que presentó a una mujer como candidata a la Presidencia. Ya no era una excentricidad que una mujer pudiera ser Presidenta. Habíamos ganado cada vez mayor presencia en la competencia por los distintos cargos de representación, hasta alcanzar uno de los sistemas más paritarios del mundo, con el que hoy tenemos equidad en la representación electoral. Sin duda, en esta elección ha llegado la hora de que una mujer tenga posibilidades reales de encabezar el poder ejecutivo. Que sean dos quienes estén entre los primeros lugares de preferencias en las encuestas es, sin paliativos, un hito en un país donde hace apenas dos décadas ser mujer en la política era una excepción.
Estamos ante un cambio cultural notable que, espero, sea irreversible, pues la exclusión de las mujeres de la política es un absurdo desde cualquier perspectiva contemporánea. No existe ningún argumento racional para defender que un liderazgo femenino tiene cualquier desventaja frente a uno masculino en el proceso de toma de decisiones en una democracia constitucional.
Es común escuchar que en un país tan violento como es México hoy se necesita un gobierno viril, que sepa enfrentar la violencia del crimen organizado. Se trata, sin duda, de un argumento falaz, pues la violencia ilegal no se combate con más violencia, sino con un orden constitucional sólido y legítimo, que reduzca la violencia gracias a la aceptación social de reglas del juego equitativas.
La idea de que el orden social se construye a partir de la fuerza es un despropósito. Más allá del lugar común de que solo los hombres son capaces de ejercer el poder político con firmeza es absolutamente falsa, pero pensar hoy que lo que se necesita es mano dura masculina para construir la paz es simplemente un absurdo.
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