Mwewa Ndefi vive en Zambia. Tiene siete hijos y una esposa. Geffrey Gettleman, del New York Times, lo entrevista y narra como todas las mañanas Mwewa despierta con los primeros rayos del sol para ir a pescar con una red inmensa que construyó uniendo redes que se repartieron en su país para combatir la malaria. Sabe que está mal, sabe que los riesgos de contraer la enfermedad son altos, pero es la única forma que encontraron él y muchos otros africanos para ganarse la vida.
Gobiernos de Occidente y fundaciones donaron el dinero para la fabricación de las redes. China y Vietnam las fabrican y los ministerios de salud locales las distribuyen. Millones de redes se han distribuido en el continente para prevenir la enfermedad. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, las redes para la malaria son el primer factor que ha contribuido a la disminución de la tasa de muerte por esa causa. Sin embargo, el uso de las redes para otros fines preocupa a los funcionarios de salud.
Desde Nigeria hasta Mozambique esta es una práctica común que causa daños colaterales. Las redes contaminan el agua que en ocasiones se usa para beber con el insecticida que contienen. También atrapan huevecillos y peces pequeños que no han madurado debido a que su estructura arrasa con todo en su camino por no estar diseñadas para ese fin. El efecto al ecosistema en los lagos de África es una gran preocupación.
Una red verdadera cuesta, según la investigación de Gettleman, 50 dólares, pero adquirirla en países donde la población vive con unos pocos dólares al día es cada vez más difícil. Según cifras oficiales, 87.2% de las familias en el lago Tanganica usan las redes contra la malaria para pescar.
Mwewa sabe que está mal, sabe que los riesgos de que algún miembro de su familia contraiga malaria son altos, pero también sabe que morir de hambre no es opción.