México, la segunda esperanza

7 de Noviembre de 2024

México, la segunda esperanza

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Para llegar al territorio debieron recorrer 13 mil kilómetros, la mayoría a pie; sus cuerpos y sus rostros son la prueba de la tragedia. Pronto dejarán de alcanzar los dedos de una mano para contar los años fuera de casa. Detenerse no es opción

¿Qué tan lejos iría por una vida mejor? Si la pregunta se le hace a una persona haitiana, podría responder, sin exageración, 13 mil kilómetros... y contando.

El éxodo haitiano que se agolpa en México, encierra características que lo hacen diferenciarse de la migración centroamericana, y lo convierten en una ventana hacia las cavidades más complejas y dramáticas de la migración en el continente.

Samuel Destine es un hombre de 27 años que no ve a su familia desde 2017. Proviene de Gonaïves, en el departamento de Artibonito, al norte de Haití. Se trata de una provincia marginal cerca de la costa, con techos de lámina, calles sin pavimento y carente de servicios públicos.

Jugábamos con las bicicletas en las calles que iban hacia abajo. También al fútbol con otros niños. La mayor parte del tiempo la pasa uno bien, pero uno crece y ve que la situación de Haití es difícil porque dinero nunca alcanza. Si el día tuviera más horas, entonces uno tendría más trabajos para dar más dinero a casa”. Así va desdoblando sus recuerdos y realidad en un español cortado, porque su idioma nativo es el francés, pero como “migrar es una obligación”, para Destine también lo ha sido saber español.

Haití, que fue la principal colonia francesa en el siglo XVIII y exportaba el 60% del café y el 40% del azúcar que se consumía en Europa, hoy no puede alimentar al 48% de sus habitantes, de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).

Al mismo tiempo, el salario mínimo se coloca —en el papel— en los seis dólares, pero la realidad es que la mayoría de las personas sobreviven con unos dos o tres dólares diarios (entre 40 y 60 pesos mexicanos).

La situación contrasta todavía más si se tiene en cuenta que la canasta básica cuesta 19 dólares diarios por persona (385 pesos), según la Coordinación Nacional de Seguridad Alimentaria.

Los precios de los productos exponen la crisis. La libra (450 gramos) de mollejas de pollo cuesta 200 gourdes haitianos (44 pesos mexicanos); una docena de huevos 47 pesos; medio kilo de sopa de pasta 22 pesos; un kilo de papas 100 pesos; un kilo de carne 420 pesos; y un litro de leche 40 pesos.

Samuel Destine estudiaba arquitectura en Haití, pero un día de 2017 su papá le dijo que ya no había más dinero para sus estudios. Sin más opciones, debió migrar, porque “en Haití una familia vive más feliz cuando tiene un hijo fuera para mandar dinero”.

En aquel año, Destine formó parte de los 104 mil 782 migrantes que arribaron a Chile, país que comenzó a albergar haitianos tras el terremoto de 2010, un suceso devastador que se convirtió en la antesala del éxodo. Aunque antes las cosas tampoco iban mejor.

Pobreza, marca histórica

Aunque en 1804 proclamó su independencia, Haití pagó por 122 años una indemnización a Francia por su libertad. Se sacudió la dictadura de François Duvalier y de su hijo Jean-Claude Duvalier hasta 1986, luego de entre 40 mil y 60 mil asesinatos de disidentes, así como otras decenas de miles de desapariciones, cometidas por el grupo paramilitar Tonton Macoute (Hombres de saco, en español).

Hoy la situación no es mejor. Dos terremotos devastadores en 2010 y 2021, el asesinato del presidente Jovenel Moïse y el cierre de puertas a migrantes en el sur de América, donde la pandemia ha profundizado la crisis económica, impulsan a que las y los haitianos protagonicen un complejo éxodo en pleno siglo XXI.

Valentin de 39 años, originario de Puerto Príncipe y con estudios en informática, dice que aquel 12 de enero de 2010 estaba en casa de su novia cuando comenzó a moverse la tierra. Minutos antes había rechazado una invitación de un amigo para reunirse con él. Luego del temblor corrió hacia allá por la cercanía, pero no hubo nada que hacer.

“Se cayó la casa, no sólo de mi amigo, todas las casas estaban caídas. Nunca había visto algo así. Mientras caminaba a casa de mi mamá se sintieron otros sismos, pero más leves. La gente tenía miedo de que viniera otra vez un temblor grande. En ese sismo murió mi amigo que tenía 25 años”, relata.

Max Denisens Boyer tenía en aquel entonces 13 años y recuerda que en Lambi Village (situado a 20 kilómetros de Puerto Príncipe) el movimiento fue fuerte y se asustó al ver a su alrededor. “A mi lado mueren personas, personas corriendo, casas caídas en el barrio. Mi hermano lastimado, quebrado de su brazo. Mi hermana con una herida en su cabeza. Mamá estaba trabajando en fábrica, pero tenía un hombro lastimado”, dice.

Chile, la primer parada

Samuel, Valentin y Max —que también terminó una carrera técnica en informática—, sin saberlo, siete años después tendrían el mismo destino: abandonar Haití. Los tres apenas cumplirán veinte años y volaron a Chile sin tener mucha noción del lugar y menos del idioma, pero dispuestos a una vida mejor. El país sudamericano constituye los primeros seis mil kilómetros de la promesa que hicieron al salir de la isla.

“En Chile está muy complicado conseguir los papeles de migración, sí hay trabajo, pero sin un papel no sirve de nada. Quería ser legal en Chile para volver a Haití y ver de nuevo a mi familia, a mi mamá, a mi papá, que hace años no veo, no los abrazo, los pienso mucho. Extraño mucho a mi mamá, tengo mucho sentimiento de verlos”, dice Destine quien recuerda también que para comenzar a hablar español escuchaba conversaciones ajenas y usaba el traductor de Google y otras aplicaciones para poder comunicarse.

Aunque durante 2017 Chile recibió a poco más de 104 mil migrantes haitianos —una cifra que superó en 114% el año previo—, la llegada de Sebastián Piñera al poder en marzo de 2018 complicó el panorama. En 2020, del total de permisos de residencia permanente concedidos por el gobierno, el 20% fueron para haitianos, pero entre enero y julio de este año la cifra cayó hasta el 7 por ciento.

“En Chile pagan bien, pero luego a los extranjeros haitianos no les pagan tan bien”, relata Destine, quien apunta que su interacción con las personas locales era poca, pues la comunidad haitiana creó sus propios asentamientos ante la dificultad de integrarse por su condición de indocumentados.

Valentin intentó probar suerte antes en Panamá y Puerto Rico, donde buscaba quedarse, pero le parecieron excesivos los requisitos para solicitar la residencia. “¡¿10 años para tener la residencia de puertorriqueño?!, mándame a mi país”, declara que le dijo al agente de migración al que le preguntó en aquellos años. En 2017 también partió a Chile.

Como Destine, Max vivió una situación donde el trabajo era mucho y la paga poca. Cuenta que vivió en Lampa y Santiago, pero ante la llegada de más y más migrantes los precios de las rentas se elevaron, y cerca del 30% de su salario se iba en eso, por lo que tuvo que conseguir dos empleos.

“Cuando llego a Chile yo trabajo muy duro. Trabajaba todos los días de la semana, de lunes a viernes como seguridad y los fines de semana vendía helados. Para llevar dinero a la familia tengo que trabajar, no hay de otra”, dice y agrega que luego de dos años y medio decidió ir a Brasil en autobús y llegó a Santa Catarina para trabajar en construcción.

Sin embargo, comenzó la pandemia y las cosas se complicaron en el país que gobierna Jair Bolsonaro. El jefe de Max decidió pagarles por dos meses y darles vales para comida, pero luego ya no pudieron volver a trabajar. “No es mi jefe, es amigo”, dice en agradecimiento.

Aunque el dinero cada vez era más difícil de conseguir, Max dice que a sus parientes no les hizo saber que aquella promesa del 2017 se tornaba más y más complicada. “Yo llamo siempre mi familia, les digo que estoy bien, aunque no sea verdad, no quiero que se pongan tristes. Decirles que estoy bien y enviar dinero, es todo lo que necesitan saber”.

“Policías por todas partes”

En medio de la pandemia, de pronto el mundo puso sus ojos en Haití, incluidos los cientos de miles de migrantes que abandonaron el país.

Vestidos como agentes de la oficina de la Administración de Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) un grupo de hombres, en su mayoría colombianos que portaban armas largas, entró hasta la recámara del presidente Jovenel Moïse en una vivienda de Petionville, la zona más exclusiva de Puerto Príncipe, y lo asesinaron.

“Mi mamá y mi hermana salieron de Puerto Príncipe, luego de que matan a nuestro presidente. Las cosas en las calles estaban muy mal, policías por todas partes, las noticias no eran de otra cosa. Hay países en los que matan mucha gente y no pasa nada, eso está mal, pero en mi país mataron al presidente en su cama y no ha pasado nada, eso es peor”, dice Valentin en entrevista.

“A Haití no lo quieren libre, por eso pagaron a personas fuera de Haití para matar el presidente. Senadores y diputados bloquearon muchas cosas que quería hacer presidente, ellos no se quieren hacer responsables. Matar al presidente conviene a quienes tienen dinero para hacer más dinero”, señala Max.

Con una crisis política desde las entrañas y una crisis económica que nació con el propio país, las alternativas viraron al norte: Estados Unidos y México. La salida de Chile y Brasil estuvo alentada también por un anuncio del presidente Joe Biden.

Luego del sismo del 14 de agosto de magnitud 7.2 que dejó más de dos mil personas muertas y daños en más de 136 mil construcciones, el gobierno del demócrata dijo que ampliaría la vigencia del Estatuto de Protección Temporal (TPS) para los haitianos que ya estaban en Estados Unidos desde el 29 de julio o antes.

Personas expertas denominaron a esto un “efecto llamada”, ya que el anuncio no era una apertura de Estados Unidos a los haitianos, pero la situación terminó por no ser explicada con precisión. Así, para los haitianos la promesa del 2017 se extendió hasta siete kilómetros más.

La tristeza de la selva del darién

Acompañado de su esposa, Samuel Destine se trasladó hasta la frontera de Perú y Chile porque ahí era más fácil conseguir boletos de autobús. “Sin papeles (de migración) no te quieren vender tiquete”, sostiene.

Aquel autobús lo abordaron el 20 de agosto y los llevó hasta la frontera de Perú con Ecuador. En otro camión llegaron al poblado de Necoclí que está en los límites con Colombia, ahí es donde los migrantes son conducidos para abordar una embarcación que los lleve a la frontera con Panamá. Todo aquel viaje tuvo un costo de 2 mil a 2 mil 300 dólares (entre 40 mil y 46 mil pesos mexicanos).

El tramo entre Colombia y Panamá es el más difícil. Destine, su esposa y un grupo pequeño de migrantes pagaron a un coyote para que en un plazo de entre cuatro y siete días a pie atravesaran El tapón del Darién, una franja de 97 kilómetros de selva tropical que une a Sudamérica con Centroamérica. La cuota no es fija, pero va de algunos “cientos de dólares”, dice Samuel sin especificar una cantidad.

“La selva ha sido lo más difícil del viaje, hay personas que la cruzan en cuatro días, pero también los que tardan hasta una semana, sobre todo si llevan bebés. Hay niños que mueren, bebés que mueren en la selva del Darién, mucho sol, mucha lluvia. También dicen que hay personas malas que llevan armas, mucho inseguro. Es triste. Yo sufrí mucho y soy grande, un bebé debe sufrir más”, dice Destine.

El paso que refiere Samuel es también transitado por cárteles del narcotráfico que cruzan por ahí cocaína y armas de Sudamérica a Centroamérica.

Además de esos riesgos, existen estafadores que quitan su dinero a los migrantes y los dejan tirados en la selva. Testimonios de otros migrantes venezolanos, recolectados por la prensa internacional, indican que sin ayuda salir de la selva puede tomar hasta 20 días, aunque también existe la posibilidad de morir sin más testigos que la espesa neblina y los árboles mudos.

“Cuando llegas a la selva no hay forma de volver, sólo hay un camino para salir. Pasamos mucha hambre porque la comida estuvo a punto de acabar, en el último día sólo vivimos con suero”, relata Samuel.

Una vez en Panamá, en las cercanías del canal, Destine y su esposa tomaron un autobús que los llevó hacia Costa Rica y de ahí fueron a Nicaragua, luego a Honduras y de ahí hacia Guatemala. Un tránsito sin mayor complicación. Finalmente, casi un mes después de salir de Chile, llegaron a Tapachula, Chiapas, el 17 de septiembre.

“Pasar hacia Tapachula es poquito complicado porque Migración no nos deja pasar, son más duros que en Centroamérica, pero sé que es su trabajo. Ellos no nos van a entender (a los migrantes), no van a escuchar, no dejarnos pasar es su trabajo y yo entiendo”, dice Destine.

El haitiano agrega que en principio pensó en esperar en Chiapas a que se resolviera el trámite que comenzó en la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) porque busca regularizar su situación.

Sin embargo, dice que “en Tapachula no hay arriendo, es muy caro. Muchas personas viviendo en misma pieza. Salimos de Tapachula en un bus que encontramos fuera porque la migración es muy dura, en la estación de bus a los haitianos, solamente a los haitianos no nos quieren vender tiquetes”.

México la opción

A la capital del país Samuel y su esposa llegaron el 23 de septiembre. “Mi dinero estuvo a punto de acabar. Yo por eso dije “tengo que ir a otro lugar para hacer dinero, encontrar trabajo” y por eso vine a Ciudad de México”, dice el haitiano.

Destine, al igual que Valentín y Max llegaron recientemente a la entidad y han sido auxiliados por organizaciones de la sociedad civil y activistas como el Café La Resistencia y Casa Tochan, esta última coordinada por Gabriela Hernández, quien advierte de una situación para la cual las autoridades no están preparadas: parte de la comunidad haitiana busca asentarse en México como residentes permanentes.

Hernández explica a este semanario que entre los 70 migrantes que albergan en este momento, una parte de ellos es de origen haitiano y que de forma explícita le han manifestado su deseo por conseguir su Clave Única de Registro de Población (CURP) para trabajar legalmente y vivir no de paso, sino de forma permanente en el país. De hecho, en Casa Tochan hay dos casos de haitianos que ya están trabajando como ayudantes en construcción.

“Yo trabajo duro, me gusta trabajar, quiero ganar mi dinero. Si en México encuentro vida mejor me quedo, quiero ser legal, pero si no se puede quiero ir a Estados Unidos”, asegura Max Boyer.

“Yo preferí venir aquí que quedarme en Chile, las cosas se pusieron complicadas. México es una segunda esperanza”, dice en el mismo sentido Romeus Sainnius, un migrante que habla muy poco español y que ahora vive en Casa Tochan.

›El deseo de asentarse en México se explica en respuesta a la violencia de la patrulla fronteriza en Estados Unidos, al incremento de vuelos de deportación por parte de ambos países —sólo en los últimos días Alejandro Mayorkas, secretario de Seguridad Nacional de Estados Unidos, dijo que expulsaron a cuatro mil migrantes haitianos— y las dificultades de conseguir regularizar su situación migratoria en el vecino país.

Además de la búsqueda de establecerse en el país, hay otras distinciones que se advierten entre el flujo de migrantes haitianos y centroamericanos.

En el caso de las y los haitianos destaca “el éxodo de profesionales altamente cualificados y estudiantes de nivel superior a las principales ciudades de América del Norte y Europa, y más recientemente, un movimiento de personas en búsqueda de oportunidades para la educación y el trabajo a otros países, como México, Ecuador y Brasil”, dice el documento Perfil Migratorio de Haití 2015 elaborado por la Oficina Regional para Centroamérica, Norteamérica y el Caribe.

Mientras que un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo apunta que el perfil de las personas migrantes de Centroamérica “es una persona joven, con una alta incidencia de población indígena (15%) que, aunque inicialmente se plantea la migración de forma temporal, una vez en Estados Unidos pretende permanecer. Su nivel educativo es bajo en comparación con otros migrantes en Estados Unidos, pero alto en comparación con su país de origen. Está integrado económicamente en el país (80%), ahorra (50%) y paga impuestos (60%). No obstante, también está expuesto a importantes riesgos de perderlo todo”.

Pese a las diferencias, el itinerante paso de las personas migrantes haitianas pone de relieve que en el continente no hay país que logre soportar una oleada considerable de ellos y que tampoco tiene oportunidades para ofrecerles.

“¿Cuál es el daño que nosotros hacemos?, queremos trabajar. No quiero nada gratis. Trabajo para tener mis cosas. Quiero vida más bueno. Quiero futuro mejor, trabajar para mi familia y volver a ver a mi madre”, dice Max.