Luces y sombras de la ciencia tras la Independencia

19 de Diciembre de 2024

Luces y sombras de la ciencia tras la Independencia

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La historia de Juan Adorno da cuenta de cómo, a pesar de diversos intentos los inventores y científicos mexicanos no han encontrado el camino para contribuir a la sociedad

Juan Nepomuceno Adorno fue, para varios historiadores, “el más importante ingeniero e inventor en términos mecánicos, en los primeros tres cuartos del siglo XIX en México”.

Sin embargo, durante un tiempo sólo se supo de un invento de Adorno que llegó a materializarse y funcionar: el “cronómetro efemeridio” que donó al Observatorio Astronómico Nacional.

Por esta razón, por su obra escrita, en la que principalmente busca unir la filosofía, la ciencia y la religión, y por su accidentada vida, Adorno es, para otros historiadores, un utopista y una figura emblemática de lo que significaba tratar de hacer ciencia y tecnología en el territorio que fuera la Nueva España.

En el año de la consumación de la Independencia de México, 1821, el panorama era sin duda adverso para dedicarse a la invención y la búsqueda del conocimiento. En primer lugar, como herencia de la Época Colonial, la educación era privilegio de una minoría blanca; para la población indígena, el énfasis estaba en la conversión al catolicismo (ni la educación ni la salud eran servicios que proveyera el Estado, sino la Iglesia).

En segundo lugar, a los 11 años de conflicto armado que pasaron desde el Grito de Dolores hasta la firma de la Independencia, se sumaron una multitud de conflictos posteriores, como las presidencias de Antonio López de Santa Anna y la pérdida de territorio o la devastadora Guerra de Reforma entre liberales y conservadores. Además de que no habría más tutelaje de España, aunque ésta no fuera una nación que se caracterizara por su alto desarrollo científico y técnico.

En tercer lugar, como explican Bértola y Ocampo en El desarrollo económico de América Latina desde la independencia estaba el peso de los monopolios estatales, los altos costos debidos a la inestabilidad política, la alta carga impositiva y los complejos regímenes regulatorios, la falta de inversiones en bienes públicos y la inercia de la economía extractiva que caracterizó a las colonias.

Pero antes de conocer mejor a Adorno y de saber cómo se fue consolidando un incipiente aparato científico, conviene conocer al “científico” más poderoso que ha existido.

Su majestad el académico

El 25 de diciembre de 1797 Napoleón Bonaparte fue elegido miembro del Instituto Nacional de Ciencias y Artes de Francia. El nombramiento fue político, pues Napoleón no tenía investigaciones ni publicaciones científicas, pero fue alumno del astrónomo, físico y matemático Pierre-Simon Laplace, quien propuso la candidatura de su discípulo para darle presencia al recién creado Instituto, que sustituía a la Academia que, como otras instituciones relacionadas con la realeza, se cerró tras el triunfo de la Revolución Francesa.

Para Napoleón, ser un académico del Instituto no era solo un título, pues, según cuenta José Manuel Sánchez Ron en El poder de la ciencia, asistía con frecuencia y trabajaba en las reuniones. No sólo eso, en 1801, además de gobernar Francia, se convirtió en el presidente del Instituto, y hasta 1815 pedía que se le tratara como su majestad el emperador y como miembro del instituto.

Antes Napoleón había dado muestras de su interés por la ciencia y la técnica. En 1796, como comandante del Ejército francés en Italia y 50 mil soldados a su cargo, se hizo acompañar de la Comisión del Gobierno para Buscar Objetos de Ciencia y Arte en los Países Conquistados por los Ejércitos de la República.

Cuando en 1798 se inició la campaña para colonizar Egipto, además de pedir que se le tratara como “General en jefe y miembro del Instituto”, embarcó junto con el ejército a 151 científicos e ingenieros.

Así, Francia tomó la delantera en el desarrollo industrial gracias al decidido apoyo del Estado, pues hasta entonces, los científicos e inventores, en general, financiaban sus investigaciones con sus propios medios.

Sin embargo, explica Sánchez Ron, la ciencia francesa se fue retrasando con respecto a la alemana durante el siglo XIX. Una explicación posible es el escaso papel que desempeñaba la investigación en las universidades, además del intenso centralismo francés que concentraba todo en París y su modelo jerárquico de enseñanza.

En contraste, Alemania tiene el ejemplo de Justus Von Liebig, que en la pequeña universidad de Giesse, además de sus logros científicos en química orgánica, fue el creador de una innovación educativa al adjudicar temas de investigación a sus alumnos que ya tenía una formación básica. Combinar enseñanza e investigación es un modelo que hasta la fecha rinde grandes frutos.

Puros, cigarrillos y rapé

En México, en 1821, la economía nacional estaba destruida casi por completo, pero había un gran optimismo por el estreno de la independencia. “En cuanto al aparato científico”, explica Elías Trabulse en Historia de la Ciencia en México, “la situación es la misma, lo encontramos prácticamente desmantelado: las instituciones han quedado acéfalas en muchos casos; peninsulares de valía han tenido que abandonar el país; la desorientación académica después de 300 años de tutelaje es muy grande; la incertidumbre y la violencia no han dejado resquicio para el estudio”. Empezar a salir de ese agujero costaría cerca de 30 años.

Juan Nepomuceno Adorno nació en la Ciudad de México en 1807 y creció en las proximidades de Izúcar de Matamoros; fue orgullosamente autodidacta, pero dejó constancia de que sus intereses filosóficos, científicos y artísticos no eran fantasías: “Independientemente de mis opiniones, no cultivé éstas en las universidades, pero las procuraba rectificar siempre en la naturaleza”.

Por algún tiempo, se consideró la de Adorno una trágica historia de talento y fracaso, pero Omar Sánchez, en su tesis de maestría Los engranajes mecánicos de la República Mexicana, muestra que la historia es más compleja e interesante.

Entre las patentes de Adorno se encuentran: una máquina para hacer puros, cigarros y rapé de 1854; un molino de vapor para moler harina de 1860; una máquina para limpiar y desaguar atarjeas de 1861; armas y “carros de seguridad” de 1865, y hasta un sistema de ferrocarril con un solo riel de 1872. Después de crecer en el campo y en las labores agrícolas y de casarse, tomó un puesto de oficina en enero de 1844, en la Subsecretaría de la Dirección General del Tabaco y Demás Rentas Estancadas, donde ideó su máquina para procesar productos de tabaco, y ya en 1845, con apoyo gubernamental, viajó a Europa para perfeccionarla.

“Desgraciadamente”, escribió Adorno, a pesar de tener un contrato con el Supremo Gobierno, “las circunstancias aciagas de aquella época y las posteriores impidieron que se me ministraran las cantidades estipuladas en el relacionado contrato”.

Adorno regresó a México “después de haber empleado mi fortuna, mi crédito y ocho años y medio de mi vida para llevar al cabo mis invenciones con la aspiración de que sean útiles a nuestro erario”; aunque, eso sí, señala Sánchez Santiago, creció como filósofo y como “el primer socialista” de México, y no se olvidó de la máquina.

Hacer una máquina para procesar tabaco no era cualquier cosa, ya que la venta de cigarros, cigarrillos, puros y rapé era, por herencia de la Colonia, la principal fuente de recursos del gobierno, que controlaba desde la plantación hasta la venta de productos. Pero en 1854, cuando Adorno regresó a México, se enteró de que el gobierno había traspasado la renta de tabaco a una empresa particular.

El reconocimiento social

La segunda invención de Adorno fue una máquina de notación musical que, simplificando la notación, transcribía la música que se tocaba directamente de un piano a una tira de papel. El periódico Ómnibus destacó la máquina musical en su primera plana e hizo una crónica de la reunión en casa de Adorno donde se presentó la invención, a la que asistió, entre otros, Jaime Nunó, el compositor del Himno Nacional.

Adorno participó en 1854 en la Exposición Nacional, organizada por el ministro de Fomento Joaquín Velázquez de León, para prepararse para la exposición Universal de París de 1855, para la que el ministro quería evitar “el papel ridículo” que México tuvo en la primera exposición universal de Londres en 1851.

En la Exposición Nacional la procesadora de cigarros recibió elogios y ganó un primer premio en su categoría. A la exhibición de París, bajo la coordinación de Adorno, México llevó 107 expositores y ganó cuatro medallas de primer lugar, ocho de segundo y siete menciones honoríficas, fue la mejor posicionada de las naciones hispanoamericanas.

La máquina de procesar tabaco, aunque recibió premios y reconocimiento en México y Europa, no llegó a entrar en funcionamiento, pero Juan Adorno no se rindió. En 1861 hizo una máquina para empedrar calles y otra para limpiar de lodo atarjeas y canales, las cuales fueron puestas en funcionamiento en la ciudad de México y alabadas por la prensa en su momento. Pero el proyecto, que dependía por completo del inventor, no llegó más allá.

Si bien Adorno era el más destacado, no fue el único inventor relevante del siglo XIX mexicano; pero esta generación de ingenieros empezó a ser desplazada, comenta Sánchez Santiago, no por una más joven “sino por la fórmula puesta en marcha por una nueva generación de políticos ‘capitalistas’” entre los que destacó Yves Limantour: la práctica de importación de conocimientos y tecnología.

Epílogo utopista

Además de sus inventos, Adorno escribió diversos libros, como: Introduction of The Harmony of The Universe, que se publicó en Londres en 1951 y con el que se dio a conocer como geómetra; Análisis de los males de México y sus remedios practicables, de 1858, con propuestas de política, economía y sociales; el que consideró su libro más importante, Armonía del Universo, e incluso una obra teatral en cinco actos con tema filosófico.

Pero vale la pena despedirse de él como utopista, con su Catecismo de la providencialidad del hombre, donde habla, por ejemplo, de una “religiosidad providencial”, que no se refiere a un culto establecido sino a algo natural e interno que cada persona tiene.

También menciona la existencia de un “derecho natural”, al cual debería sujetarse las distintas ramas del derecho que “deben reglar toda influencia de los individuos y de las sociedades recíprocamente, para encaminar el género humano hacia la virtud y la felicidad”.