Los políticos deberían jugar Sim City

25 de Abril de 2025

Los políticos deberían jugar Sim City

Desastres como Santa Fe podrían haberse evitado si sus desarrolladores hubieran jugado

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Ilustración: Abraham Solís

Daniel Krauze

Videojuego educativo me suena a oxímoron. No sé si a la empresa Mi Alegría le haya funcionado cantar que con sus kits de química los niños aprenderían y jugarían, pero a mí, ciertamente no se me antoja comprar juegos cuya misión sea enseñar antes que entretener. De chico, sólo dos videojuegos me enseñaron lecciones que pude usar lejos de la televisión. El primero, que jugué obsesivamente, fue Genghis Khan, un título de estrategia en tiempo real, producido por la empresa Koei, en el que a través de compra y venta de materia prima construías un ejército y un estado sólido con miras a conquistar los territorios circundantes: el imperio de Alejandro Magno, el de Ricardo Corazón de León, el de Minamoto Yoritomo y 20 más.

Sin ser explícitamente didáctico, Genghis Khan inculcaba los principios básicos de la oferta y la demanda, las leyes del mercado y algunas normas elementales del arte de la guerra antigua: ¿para qué usar arqueros?, ¿cómo atacar con la caballería?, ¿cuándo utilizar infantería? y demás. El segundo, al que le dediqué aún más tiempo, fue la versión para Super Nintendo de Sim City, diseñado por Will Wright. En ella, los jugadores tenían dos posibilidades: enfrentarse a escenarios prefabricados, con problemas específicos, como la criminalidad en Detroit o crear su propia ciudad en el mapa de su preferencia. Sim City operaba con leyes urbanas que para un niño resultaban reveladoras.

Ahí aprendí, por ejemplo, que idealmente nadie quiere vivir cerca de un aeropuerto, que debido a la contaminación las fábricas deben estar alejadas de las zonas residenciales, que un porcentaje amplio de la población no estará contento si no encuentra lugares accesibles donde vivir y que, para aliviar los congestionamientos viales, la única solución es recurrir a un buen sistema de transporte público.

Crecí pensando que estos principios, en apariencia tan básicos, resultarían evidentes para cualquier adulto, ya no digamos para uno dedicado al bienestar urbano. Después de 34 años en la Ciudad de México, mi impresión es que a nuestros jefes de gobierno y a los individuos dedicados a dar permisos de construcción no les caería nada mal jugar Sim City.

›Eso es justo lo que han hecho en otros países. En 2002, la ciudad de Varsovia, Polonia, organizó un torneo de Sim City entre sus candidatos a la alcaldía, frente a tres mil votantes.

El ganador, por millas, fue Lech Kaczynski, quien eventualmente ganaría la elección y en 2005 llegaría a la presidencia de Polonia, cargo que ocupó hasta su muerte, en un accidente aéreo en el 2010. En México, un país donde la política vive acotada a la más almidonada seriedad, un ejercicio de este tipo parece impensable, sobre todo si tomamos en cuenta que el alcance del contraste público está circunscrito a debates tiesos entre candidatos que hablan como robots. Imaginen qué interesante sería ver a nuestros políticos solucionar problemas en un simulador, o intentar implementar sus propuestas en el universo de Sim City, cuyas secuelas han creado poblaciones cada vez más sensibles, que protestan por el aspecto de sus calles, exigen mejores servicios educativos y piden que sus quejas se tomen en cuenta o abandonarán la ciudad.

Eso por no mencionar el cuidado con el que el jugador debe balancear su presupuesto. No exagero cuando digo que desastres como Santa Fe podrían haberse evitado si sus desarrolladores hubieran jugado y entendido Sim City. Con eso bastaría para advertir que un recodo citadino, apenas conectado al resto de la ciudad por dos avenidas, con acceso insuficiente al agua, eventualmente se volvería un caos. Otro político al que le urge instalar Sim City es Donald Trump. En su última versión, el videojuego de Wright restringe el tamaño del mapa en el que podemos levantar nuestros proyectos urbanos, obligándonos a interconectarlos con otras ciudades. En un terreno boscoso, fértil, con un estrecho río en medio, construí tres distintas urbes.

Para recabar ingresos, en la segunda ciudad puse un casino: una forma sencilla de ampliar el presupuesto, con el bemol de que atrae al crimen. A medida que los gastos en seguridad aumentaron, me vi obligado a enviar patrullas desde otra ciudad, en gran medida porque la delincuencia es capaz de saltar fronteras (cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia). La cooperación entre un lugar y otro es la única medida que asegura el crecimiento continuo, por eso hay que utilizar todas las vías para fomentar el libre tránsito de individuos, ya sea a través de muelles, estaciones de tren o aeropuertos. Sólo uno de los sitios en los que construí tenía petróleo, así que lo exporté al resto de las ciudades para abastecer sus plantas de luz. Dado el tamaño y el tipo de materia prima que hay en cada terreno, ninguno puede ser 100% autosuficiente. El libre mercado es una necesidad insoslayable. De negarme a comerciar, una ciudad se hubiera quedado sin luz y otra con toneladas de petróleo y nadie a quién vendérselas. Trump, estoy seguro, quebraría su simulación en cinco minutos. Por verosímil que sea, no hay videojuego sin limitaciones. Si sus protestas no son atendidas, los sims –como se les llama a los habitantes– simplemente empacan y se van, dejando edificios abandonados que al alcalde le toca demoler. Baja la población, disminuye el presupuesto y hasta ahí llegan los problemas: nada que un reajuste residencial no pueda solucionar. La realidad, sabemos, es más compleja. Ante el abuso y la política aislacionista y antiinmigrante de un demente, los mexicanos del otro lado de la frontera no pueden decir con permiso y ahí te ves. No pueden siquiera quejarse con libertad.

Si Trump estuviera a cargo de Sim City, seguro crearía una función para encontrar habitantes indocumentados y otra para sacarlos de la ciudad. Los edificios serían monstruosidades de oro laqueado, los casinos y universidades no tendrían fondos y el comercio con otros lugares estaría prohibido. Eso sí, habría muchos y muy lindos campos de golf. Sim City: Donald Trump Edition. No sé ustedes, pero yo no la compraría.

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