La bisabuela de Mónica murió a finales de marzo, se llamaba Sarita y tenía 100 años. Aunque todos en su familia sabían que su partida era inminente por la edad, la pandemia les impidió despedirse. En lugar del funeral que habían planeado con música de Antonio Aguilar y el mole que le gustaba, tuvieron que despedirla en una fría sala en la que sólo pudieron estar 10 de los más de 50 hijos, nietos y bisnietos de la mujer. Después vivieron un entierro solitario en el que el consuelo de un abrazo se limitaba a un mensaje de texto.
Mónica, quien no pudo viajar para despedirse de su bisabuela, siguió su duelo a 415 kilómetros de distancia, entre el dolor de la ausencia de Sarita y el coraje por no poder estar allí.
Así, la muerte de alguien cercano siempre irrumpe el ritmo cotidiano de la vida, pero cuando esto sucede en medio de una pandemia, al dolor de la pérdida, se suma el de la incapacidad de tener un cierre apropiado, una despedida que jamás llegará, porque lo habitual se encuentra suspendido entre un tiempo incierto y el temor a la enfermedad.
Crisis. Cifras muestran que México no estaba preparado para la pandemia.
Despedir a los que mueren en tiempo de una pandemia implica un doble luto, en el que las personas no son capaces de desarrollar con naturalidad el ciclo del duelo, ya sea por las medidas oficiales de distanciamiento o restricción de reuniones o ante el miedo a contagiarse, muchos deciden no asistir a los ritos funerarios.
Esto no sucede únicamente con las personas que murieron a causa de Covid-19, el ritual fúnebre se interrumpe como cualquier otro acercamiento social, explica Norma Báez, tanatóloga profesional, quien asegura que el problema radica en que el duelo, a diferencia de otras ceremonias de vida, necesita un cierre para evitar cicatrices emocionales.
Aunque la pandemia trajo las misas, rosarios y velorios online, esta forma impersonal de despedir a los seres queridos, prolonga el dolor y deja una herida abierta.
Para Mónica, la pandemia arruinó la despedida que Sarita merecía, un adiós en el que pudiera sentirla cerca para agradecer por su existencia, e incluso hoy, a ocho meses siente que no ha podido comenzar a procesar la pérdida.
Las muertes que no se cuentan
Eduardo falleció el 6 de septiembre en el Hospital Central Militar, una semana antes había sido intubado por el daño que el nuevo coronavirus ocasionó a sus pulmones. A pesar de tener una prueba positiva, y los datos sobre su defunción, su registro no está en las muertes reportadas en la base de datos abiertos de la Ciudad de México.
Como él otros 15 mil 483 decesos permanecen como sospechosos por varios motivos o en el peor de los escenarios, su registro podría estar entre los más de 100 mil decesos extras que la pandemia ha dejado.
Las cifras revelan que los 100 mil 104 fallecimientos oficiales que suman hasta hoy no son, ni por cerca, el total de las muertes por el coronavirus en México, de manera directa o indirecta. Los números, aunque fríos, revelan el impacto total de la pandemia.
Elizabeth Hernández.
7,470 personas fallecieron sin presentar ningún padecimiento previo.
Llorar de lejos
Alberto sufría de ataques epilépticos; uno de ellos cayó tan fuerte que fue internado. Semanas después avisaron a la familia que el hombre de 52 años había muerto por neumonía.
“Una vez internado en el hospital ya no nos dieron oportunidad de verlo y al final nos dijeron ‘ya falleció’, pero nunca nos dijeron si se contaminó ahí del Covid, sólo nos dijeron que murió de pulmonía y ya”, relató su hermano Juan Baltazar.
Días después, su hermana Enriqueta, de 56 años de edad y paciente con parálisis infantil, también comenzó a sentirse mal. Al realizarle estudios, resultó portadora del nuevo coronavirus, pero Juan asegura que nunca presentó síntomas compatibles, por lo que al no internarla, días después falleció a causa de un coma diabético.
Juan Baltazar es mayor que sus dos hermanos y vive en Guerrero Negro, Baja California Sur, así que no pudo viajar de inmediato a Colima donde vivían Alberto y Juana, para despedirse.
Pese a que nunca hubo un diagnóstico que indicara completamente que los dos familiares de Juan hubiesen contraído el virus de Covid, cuenta que los vecinos lo daban por hecho y que lo miraban con recelo.
Juan tuvo que llorar de lejos. Ahora, sólo tiene sus cenizas.
Marco Aguilar Zaragoza
Las ausencias que no se ven
Napoleón, un joven perro mestizo, se estira sobre la banqueta frente a la casa que algún día fue su hogar. A pesar de que nadie lo ha corrido, el perro se rehúsa a pasar mucho tiempo lejos de aquel lugar desde que Adela, su dueña de 89 años, y sus dos hijas murieran por el nuevo coronavirus.
Hace poco más de cuatro meses Enrique, esposo de Adela, falleció de un infarto a principios de julio. Pese a las negativas de su madre, las dos hijas que vivían con ellos hicieron un funeral al que asistieron casi 60 personas, entre los que hubo algunos con síntomas ligeros de resfriado.
Pronto los síntomas de otros empeoraron. Adela no quiso ir al hospital y falleció dos semanas después del velorio.
La pérdida de Adela fue devastadora para su hija mayor, quien ya tenía síntomas graves, pero que no fue a un hospital por ayudar a su mamá y a Lucila, su otra hermana, quien falleció 24 horas después.
Martha, la mayor, murió tres días después, tras buscar atención médica en los hospitales cercanos a su casa y encontrar sólo negativas.
Murió sola. Su cuerpo fue descubierto por uno de sus sobrinos, que entró en la casa ante los aullidos y lamentos del perro en toda la madrugada.
En unas semanas Martha, Adela y Lucila murieron. Su casa fue desinfectada y a ella se mudó un familiar. Sólo Napoleón está afuera de su casa.
Elizabeth Hernández.