El resplandor, cinta dirigida por Stanley Kubrick en 1980, relata la historia de una familia que se muda a un hotel localizado en la alta montaña con el fin de darle mantenimiento durante el invierno, temporada en la que la instalación se mantiene cerrada debido a las bajas temperaturas. El patriarca es Jack Torrance (Jack Nicholson), un autor exalcohólico cuya idea de escribir una novela mientras vigila la instalación se hace pedazos cuando el aislamiento del lugar comienza a cobrar estragos en su espíritu. Lejos de sentirse inspirado por el silencio, Torrance enfrenta demonios internos que lo llevan eventualmente al deseo de asesinar a su esposa (Wendy) e hijo (Danny). El momento más aterrador sucede antes de que estalle la locura, cuando Wendy descubre que la novela en la que supuestamente su marido ha trabajado durante varios días es en realidad un montón de hojas con la misma frase repetida cientos de veces: “Sólo trabajo y nada de juego hacen de Jack un chico aburrido” (All work and no play makes Jack a dull boy).
La cinta de Kubrick funciona como una alegoría maestra del bloqueo mental: ese estado de frustración en el que las ideas dejan de fluir y sólo podemos pensar en términos de inercias y lugares comunes. El horror de El resplandor no radica en presencias sobrenaturales y maléficas, sino en la angustia de no poder escapar de los laberintos que castran nuestra mente. Todo acto creativo es una forma de resistencia. La necesidad de innovar no nace de la urgencia de sentirnos diferentes o mejores que el resto, sino de la convicción de que podemos escapar de la realidad, o mejor aún, transformarla y cambiar nuestra manera de relacionarnos con el mundo.
La Organización de las Naciones Unidas (ONU) acuñó hace algunos lustros el término de “industrias creativas” para referirse a aquellas actividades que detentan el potencial de producir riqueza a través de actividades cuyo origen es la destreza, el talento y la inventiva individual. Desde entonces, la tendencia general consiste en concebir a un “creativo” como a una persona exclusivamente dedicada trabajar en las esferas de la publicidad, el entretenimiento o la cultura. Peor aún, existe el prejuicio de que ser creativo o innovador es una especie de profesión a la que sólo se accede si se cuenta con las amistades correctas y se posee cierta sensibilidad estética, erudición pop o destrezas tecnológicas. Mentira. Un buen contador puede innovar más que un artista mediocre. La diferencia estriba en que la creatividad del contador sólo puede ser apreciada por aquellos que cuentan con pericia técnica y cierto conocimiento de las finanzas empresariales; la del artista, en cambio, está expuesta a audiencias más grandes que suelen identificarla de manera inmediata y abierta. La innovación de un técnico de 3M, por grande que sea, siempre se mantendrá relativamente anónima; la de un cantante pop, en cambio, será apreciada por miles de fanáticos en un recital.
La innovación más poderosa no proviene de una sola idea, sino del encuentro de conceptos en apariencia contradictorios. La palabra clave es “fusión”. La creatividad es un proceso complejo y multifacético. Mientras más disparatados sean los conceptos que ocupen los espacios de la hoja en blanco, más trasgresora será la idea generada.
No se trata de inventar “una gran cosa” cada semana, sino de abordar con nuevas perspectivas los pequeños problemas que nos aquejan todos los días, y que pueden ir desde mejorar un proceso para un cliente a una sencilla reducción de costos. La diferencia entre la sanidad y la locura se encuentra en esos pequeños actos creativos, y no en escribir la gran novela del siglo en un hotel cuya desolación amenace con orillarnos al tedio y el delirio.