Hay muchas formas de medir el deterioro de un país. En México, una de esas formas es el nivel de seguridad que tienen sus periodistas para informar en libertad o a través de un defensor de derechos humanos que participe activamente en la protección de su comunidad. Ambas, esta semana demostraron la grave situación que persiste en el territorio.
Primero el asesinato del ecologista Jorge Luis Álvarez Flores, luego el crimen de la periodista Norma Sarabia y este miércoles el secuestro del reportero Marcos Miranda Cogco (que hasta el cierre de esta edición no había sido localizado).
La solidaridad cada vez es más rápida por parte de los diferentes gremios, pero también más corta y volátil. Son demasiados casos los que se acumulan. Las declaraciones que de inmediato sueltan las autoridades en torno a que investigarán el caso son de rutina y muy pocas veces reales. Es, en suma, un círculo perverso.
Hasta ahora lo que se sabe de Norma Sarabia es que era una mujer periodista comprometida con su comunidad, Huimanguillo, Tabasco, desde donde reportaba temas políticos y, en el último año, con gran intensidad, sobre los casos de violencia: robos, secuestros, asesinatos, extorsiones y amenazas. Es decir, sus notas día a día mostraban cómo se iba deteriorando su entorno y su propia seguridad, y aunque en 2014 recibió amenazas, ahora no se dio cuenta de que al informar, incluso lo más sencillo como hechos policiacos, resultaba de gran peligro, porque ponía en evidencia cómo los criminales se estaban apoderando del lugar y en esos casos, como en los de corrupción, esos grupos prefieren acallar.
Algo muy similar ocurrió con Rodolfo Rincón Taracena, desaparecido en enero de 2007, también en Tabasco. No lo conocí, pero me bastó entonces escuchar a sus compañeros, como ahora en el caso de Norma, y no quedaba duda que era un reportero acucioso, dedicado, profesional y solidario, que no se dio cuenta que al reportar sobre robos a cajeros y venta de drogas los criminales sentirían su negocio expuesto.
Las autoridades aseguran que Rodolfo fue asesinado y su cuerpo nunca será localizado, porque fue disuelto en ácido, sólo existen dos testimonios de sicarios que lo declararon varios años después, y ahora queda su tenue recuerdo en la memoria.
El matar, secuestrar o desaparecer son las formas de ataque más visibles y terribles, porque el impacto que tienen no sólo en las familias, sino en los compañeros reporteros y medios reproducen y amplifican el miedo que se traduce en silencio, autocensura, y al final en pérdida de espacios para informar de forma libre y segura.
Al Estado le toca garantizar el ejercicio pleno de ese derecho que permite servir a la sociedad, pero tal parece que renunció a hacerlo hace más de una década, al mantener más del 90% de los asesinatos impunes y sólo justificándose de muchas formas, la más elemental y grotesca, aduciendo que son los criminales los responsables de esos ataques y no los gobiernos, cuando constitucionalmente la seguridad y la protección de los derechos es su obligación.
Pero esos ataques no sólo provienen de grupos criminales formales, también de caciques o grupos de poder político o económico que están inmersos en casos de corrupción o coludidos con organizaciones delictivas. Cada vez es más difícil identificar la diferencia, parecen lo mismo.
Recordar cada nombre y exigir justicia en cada caso, como un acto permanente en la agenda de la sociedad es la única forma de achicar la ruta de la impunidad y no perder más espacios, pero aún no hemos conseguido conciencia para logarlo. Incluso debería encenderse una alerta cuando desde la autoridad se ejerce o limita el derecho de recibir y difundir información veraz y completa, aún y cuando fuera crítica, pero tampoco pasa nada.
Estos deberían ser los tiempos para ejercer un periodismo con los mayores estándares, en plena libertad, que acompañen de forma crítica los procesos sociales de cambio que vive el país, pero parece que muchos están anestesiados.